La
loca de la casa es la denominación que Teresa de Ávila,
también conocida como Santa Teresa de Jesús, da a la imaginación. Teresa, que nació en
España (1515-1582), compara el diálogo interior que todos tenemos con nosotros
mismos con la “tarabilla” del molino, una pieza de madera cuya principal
función era hacer un ruido constante, simplemente para indicar que el molino
estaba funcionando. Y sugiere -de un manera un tanto discutible y desdeñosa- “dejar
hablar a esta loca”, sin interrumpirla pero sin prestarle atención.
Escultura de Santa Teresa al lado de la Puerta del Alcázar de la muralla de Ávila
Pues
bien, a la luz del siglo XXI, la periodista y escritora española Rosa Montero publicó en 2003 un delicioso libro de autorreflexión acerca de su escritura, un
viaje al interior de la narratividad, y le dio ese tan bello título tomado de Teresa de Ávila que conduce
directamente a que el lector quiera abrir el libro y leerlo yaaaaa: La loca de la casa. Toma aquella
definición teresiana y la revierte energizándola positivamente, transformando la
memoria en imaginación hecha palabra.
A continuación, leeremos el
capítulo 2 de esa obra y luego trabajaremos con el tema de los heterónimos en
el poeta Fernando Pessoa en relación con lo que Montero, citando a Vila-Matas,
señala acerca de que “La novela es la autorización de la esquizofrenia”.
Porque el punto pivote de Rosa Montero es precisamente
que, al escribir, un escritor es muchos personajes. Vean además cómo enhebra las
historias ejemplificadoras de los temas que ella trata y que luego, en un juego
de cajas chinas, aquellas quedan circunscritas, encapsuladas, y pueden leerse de manera independiente enriqueciendo
aún más el texto. Un capítulo para disfrutar. Imperdible la anécdota de ella
con su hermana.
Este link que adjunto es para que
conozcan algo más acerca de la biografía de esta escritora:
Dice Rosa
Montero en La loca de la casa
“El
escritor siempre está escribiendo. En eso consiste en realidad la gracia de ser
novelista: en el torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro.
He redactado muchos párrafos, innumerables páginas, incontables artículos,
mientras saco a pasear a mis perros, por ejemplo: dentro de mi cabeza voy
moviendo las comas, cambiando un verbo por otro, afinando un adjetivo.
En ocasiones redacto mentalmente la frase
perfecta, y a lo peor, si no lo apunto a tiempo, luego se me escapa de la
memoria. He refunfuñado y me he desesperado muchísimas veces intentando
recuperar esas palabras exactas que iluminaron un momento el interior de mi
cráneo, para luego volver a sumergirse en la oscuridad. Las palabras son como
peces abisales que sólo te enseñan un destello de sus escamas entre las aguas
negras. Si se desenganchan del anzuelo, lo más probable es que ni puedas
volverlas a pescar. Son mañosas las palabras, y rebeldes, y huidizas. No les
gusta ser domesticadas. Dominar una palabra (convertirla en un tópico) es acabar
con ella.
Pero en el oficio de novelista hay algo aún
mucho más importante que ese tintineo de palabras, y es la imaginación, las
ensoñaciones, esas otras vidas ocultas y fantásticas que todos tenemos. Decía
Faulkner que una novela «es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano
gemelo de un hombre». Y Sergio Pitol, de quien he tomado la cita de Faulkner
(la cultura es un palimpsesto y todos escribimos sobre lo que otros ya han
escrito), añade: «Un novelista es un hombre que oye voces, lo cual lo asemeja
con un demente». Dejando aparte el hecho de que, cuando todos los varones
escriben «hombre» yo he tenido que aprender a leer también «mujer» (esto no es
baladí, y probablemente vuelva sobre ello más adelante), me parece que en
realidad esa imaginación desbridada nos asemeja más a los niños que a los
lunáticos. Creo que todos los humanos entramos en la existencia sin saber
distinguir bien lo real de lo soñado; de hecho, la vida infantil es en buena
medida imaginaria. El proceso de socialización, lo que llamamos educar, o
madurar, o crecer, consiste precisamente en podar las florescencias
fantasiosas, en cerrar las puertas del delirio, en amputar nuestra capacidad
para soñar despiertos; y ay de aquel que no sepa sella esa fisura con el otro
lado, porque probablemente será considerado un pobre loco.
Pues bien, el novelista tiene el privilegio de
seguir siendo un niño, de poder ser un loco, de mantener el contacto con lo
informe. «El escritor es un ser que no llega jamás a hacerse adulto», dice
Martín Amis en su hermoso libro autobiográfico Experiencia, y él debe de
saberlo muy bien, porque tiene todo el aspecto de un Peter Pan algo marchito
que se niega empeñosamente a envejecer. Algún bien haremos a la sociedad con
nuestro crecimiento medio abortado, con nuestra madurez tan inmadura, pues de
otro modo no se permitiría nuestra existencia. Supongo que somos como los
bufones de las cortes medievales, aquellos que pueden ver lo que las
convenciones niegan y decir lo que las conveniencias callan. Somos, o
deberíamos ser, como aquel niño del cuento de Andersen que, al paso de la
pomposa cabalgata real, es capaz de gritar que el monarca está desnudo. Lo malo
es que luego llega el poder, y el embeleso por el poder, y a menudo lo
desbarata y pervierte todo.
Escribir, en fin, es estar habitado por un
revoltijo de fantasías, a veces perezosas como las lentas ensoñaciones de una
siesta estival, a veces agitadas y enfebrecidas como el delirio de un loco. La
cabeza del novelista marcha por sí sola; está poseída por una suerte de
compulsión fabuladora, y eso a veces es un don y en otras ocasiones es un
castigo. Por ejemplo, a lo mejor lees un día en el periódico una noticia atroz
sobre niños descuartizados delante de sus padres en Argelia, y no puedes evitar
que la maldita fantasía se te dispare, recreando de manera instantánea la
horripilante escena hasta en sus detalles más insoportables: los gritos, las
salpicaduras, el pegajoso olor, el chasquido de los huesos al quebrarse, la
mirada de los verdugos y las víctimas. O bien, en un nivel mucho más ridículo
pero igualmente molesto, vas a cruzar un río de montaña por un puente
improvisado de troncos y, al plantar el primer pie sobre el madero, tu cabeza
te ofrece, de manera súbita, la secuencia completa de tu caída: cómo vas a
resbalar con el verdín, cómo vas a bracear en el aire patosamente, cómo vas a
meter un pie en la corriente helada, y después, para mayor oprobio, también el
otro pie e incluso las nalgas, porque te vas a caer sentada sobre el arroyo. Y,
viola, una vez imaginada la tontería con todos sus pormenores (el choque frío
del agua, el momentáneo descoloque espacial que produce toda caída, la dolorosa
torcedura del pie, el escozor del raspón, de la mano contra la piedra), resulta
bastante difícil no cumplirla. De lo que se deriva, al menos en mi caso, una
enojosa tendencia a despanzurrarme en todos los vados de riachuelos y en todas
las laderas montañosas un poco ásperas.
Pero estos sinsabores son compensan con la
fabulación creativa, con las otras vidas que los novelistas vivimos en la
intimidad de nuestras cabezas. José Peixoto, un joven narrador portugués, ha
bautizado estos imaginarios conatos de existencia como los «y si». Y tiene
razón: la realidad interior se te multiplica y desenfrena en cuanto te apoyas
en un «y si». Por ejemplo, estás haciendo cola ante la ventanilla de un banco
cuando, en un momento dado, entra en la oficina una anciana octogenaria,
acompañada de un niño de unos diez años. Entonces, sin venir a cuento, tu mente
te susurra: ¿y si en realidad vinieran a robar la sucursal? ¿Y si se tratara de
una insospechada banda de atracadores compuesta por la abuela y el nieto,
porque los padres del chico han muerto y ellos dos están solos en el mundo y no
encuentran otra manera de mantenerse? ¿Y si al llegar a la ventanilla sacaran
un arma improvisada (unas tijeras de podar, por ejemplo; o un fumigador de
jardines cargado de veneno para pulgones) y exigieran la entrega de todo el
dinero? ¿Y si vivieran en una casita baja que hubiera quedado aislada entre un
nudo de autopistas? ¿Y si quisieran expropiarles y expulsarles de allí, pero
ellos se negaran? ¿Y si para alcanzar su hogar tuvieran que sortear todos los
días el galimatías de carreteras, organizando en ocasiones tremendos accidentes
a su paso –conductores que intentan esquivar a la vieja, y que se estampan
contra la mediana de hormigón–, colosales choques en cadena que la abuela y el
niño ni siquiera se detienen a mirar, aunque a sus espaldas estalle un
horrísono estruendo de chatarras? ¿Y si…? Y de esta manera vas componiendo
rápidamente toda la vida de esos dos personajes, esto es, toda una vida, y tú
te vives dentro de esas existencias, eres la vieja peleona pero también el
nieto que ha tenido que madurar a pescozones; y en los pocos minutos que tardas
en llegar a la ventanilla has recorrido años dentro de ti. Luego el cajero te
atiende, recoges tus euros, firmas tus papeles y te marchas, y allí se quedan
tan tranquilos la mujer y el niño, ignorantes de los avatares que han vivido.
Lo más probable es que la historia se acabe
ahí, que no sea más que eso, una ensoñación pasajera y onanista, una
elucubración privada que jamás rozará la materialidad de la escritura y del
papel. Pero algunas de estas fabulaciones casuales acabarán apareciendo en una
narración, tal vez años más tarde; normalmente no la peripecia completa, sino
un trocito, un detalle, el dibujo germinal de un personaje. Y en raras
ocasiones, muy de cuando en cuando, la historia se niega a desaparecer de tu
cabeza, empieza a ramificarse y obsesionarte, convirtiéndose en un cuento o
incluso en una novela.
Porque las novelas nacen así, a partir de algo
ínfimo. Surgen de un pequeño grumo imaginario que yo denomino el huevecillo.
Este corpúsculo primero puede ser una emoción o un rostro entrevisto en una
calle. Mi tercera novela, Te trataré como a una reina, brotó de una mujer que
vi en un bar de Sevilla. Era un local absurdo, barato y triste, con sillas
descabaldas y mesas de formica. Detrás de la barra, una rubia cercana a los
cuarenta servía las bebidas a escasos parroquianos; era terriblemente gorda, y
sus hermosos ojos verdes estaban abrumados por el peso de unas pestañas
postizas que parecían de hierro. Cuando todos estuvimos despachados, la
cachalota se quitó el guardapolvo pardo que llevaba y dejó al descubierto un
vestido de fiesta de un tejido sintético azul chillón. Salió de detrás del
mostrador y cruzó el local, llameando como el fuego de un soplete dentro de su
apretado traje de nylon, hasta sentarse delante de un teclado eléctrico, de
esos que poseen una caja de ritmos que cuando aprietas un botón hacen chispún.
Y eso empezó a hacer la rubia: chispún y cunda-chunda, mientras tocaba y
cantaba una canción tras otra, poniendo cara de animadora de hotel de lujo.
Pero esa mujer, que ahora parecía meramente ridícula, sabía tocar el piano y en
algún momento había soñado sin duda con otra cosa. Yo hubiera querido
preguntarle a la rubia qué había sucedido en su pasado, cómo había llegado
hasta aquel vestido azulón y aquel bar grisáceo. Pero, en vez de cometer la
grosería de interrogarla, preferí inventarme una novela que me contara su
historia.
Esto que acabo de explicar es algo muy común;
es decir, muchos novelistas se quedan prendidos y prendados de la imagen de una
persona a la que apenas si han visto unos instantes. Claro que esa visión puede
ser deslumbrante y llena de sentido, aturdidora. Es como si al mirar a la rubia
del vestido eléctrico vieras mucho más. Carson McCullers llamaba iluminaciones
a esos espasmos premonitorios de aquello que aún no sabes, pero que ya se
agolpa en los bordes de tu conciencia. McCullers consideraba que esas visiones
eran «como un fenómeno religioso». Una de sus últimas obras, La balada del café
triste, nació también de un par de tipos que contempló de pasada en un bar de
Brooklyn: «Vi una pareja extraordinaria que me fascinó. Entre los parroquianos
había una mujer alta y fuerte como una giganta y, pegado a sus talones, un
jorobadito. Los observé una sola vez, pero al cabo de una semana tuve la
iluminación de una novela».
En
ocasiones el periodo de gestación es mucho más largo. Rudyard Kipling cuenta en
sus memorias un poco afortunado viaje que hizo a la ciudad de Auckland, en
Nueva Zelanda: «El único recuerdo que me llevé de aquel lugar fue el rostro y la
voz de una mujer que me vendió cerveza en un hotelito. Se quedó en el desván de
mi memoria hasta que, diez años después, en un tren local de Ciudad del Cabo,
oí a un suboficial hablar de una mujer en Nueva Zelanda que “nunca se negaba a
ayudar a un ánade cojo ni a aplastar un escorpión con el pie”. Entonces
aquellas palabras me dieron la clave del rostro y la voz de la mujer de
Auckland, y un cuento titulado Mistress Bathurst se deslizó por mi cerebro
suave y ordenadamente».
Otras
veces, cuentos y novelas poseen un origen aún más enigmático. Por ejemplo, hay
narraciones que nacen de una frase que de pronto se enciende dentro de tu
cabeza que ni siquiera tengas muy en claro su sentido. Kipling escribió un
relato titulado El cautivo que se construyó en torno a esta frase: «Una gran
parada militar que nos sirva de preparación para cuando llegue el Apocalipsis».
Y el estupendo escritor español José Ovejero llevaba un tiempo bloqueado y sin
poder sacar adelante una novela en la que había trabajado durante años cuando,
en mitad de un rutinario viaje en avión, y con la intención de salir del
atolladero, se dijo a sí mismo: «Relájate y escribe cualquier cosa». E
inmediatamente se le ocurrió la siguiente frase: «2001 había sido un mal año
para Miki». No tenía idea de quién era Miki ni de por qué había sido un mal
año, pero ese pequeño problema de contenido no lo amilanó en absoluto. Así
nació una novela que se redactó a sí misma a toda velocidad en tan sólo seis
meses y que se tituló, como es natural, Un mal año para Miki. A veces tengo la
sensación de que el autor es una especie de médium.
A
mí también se me iluminó el cerebro en una ocasión con una frase turbia y
turbulenta que engendró una novela entera. Estaba viviendo a la sazón en
Estados Unidos, en las afueras de Boston, y mi hermana había venido a
visitarme. Un amigo nos había invitado a cenar en su casa en la parte antigua
de la ciudad. Era un domingo de marzo y la primavera se abría gloriosamente
paso entre los jirones del invierno. Fuimos por la mañana en el tren al centro,
y comimos sandwiches de queso y nueces en un café, y paseamos por los jardines
del Common, y discutimos, como siempre solemos discutir Martina y yo, y les
estuvimos echando miguitas de pan a las ardillas hasta que una de ellas dio un
golpe de mano y nos arrebató el mendrugo entero con una incursión audaz y
temeraria. Fue un domingo hermoso. Por la tarde, Martina decidió que fuéramos
andando hasta la casa de mi amigo. Nunca habíamos estado allí y el lugar se
encontraba en la otra punta de la ciudad, pero, según el mapa (y Martina se
jacta de saber leer mapas), el itinerario era más o menos recto, sin posible
pérdida. No puedo decir que la idea de ir a pie hasta allá me hiciera feliz,
pero tampoco puedo decir que me opusiera de una manera frontal. Siempre me
sucede lo mismo con Martina, hay algo incierto e indefinido entre nosotras, una
relación que carece de sentimientos concretos, de palabras precisas. Nos
pusimos en camino, pues, mientras el sol caía y la ciudad opulenta empezaba a
encenderse a nuestro alrededor como una fiesta. Nos pusimos en camino siempre
siguiendo el mapa y el dedo con el que Martina iba marcando el mapa.
Poco
a poco, de la manera más insidiosamente gradual, nuestro viaje se pudrió. Cayó
el sol, llevándose consigo su pantomima primaveral y entregando el campo de
batalla al duro invierno. Hacía frío, cada vez más frío, incluso se puso a
lloviznar un aguanieve mezquino que pinchaba en la cara con mordedura de aguja.
Al mismo tiempo, y en una evolución tan soterrada y perniciosa como el
desarrollo de un tumor, el entorno empezó a descomponerse. Las calles hermosas
y ricas del centro de Boston, inundadas por las cataratas de luz de los
escaparates, dieron paso a calles más discretas, bonitas, residenciales; y
éstas a avenidas de tránsito rápido con almacenes cerrados a los lados; y las
avenidas a otras vías más estrechas y más oscuras, ya sin gente, sin tiendas,
sin farolas; y luego empezaron a aparecer gasolineras viejas y abandonadas, con
roñosos anuncios de lata que el viento hacía girar chillonamente sobre sus
ejes; solares polvorientos, carcasas de coches destripados, edificios vacíos
con las ventanas cegadas por medio de tablones, aceras rotas y cubos de basura
quemados en mitad de la calzada, de una calzada negra y reluciente de lluvia
por la que no transitaba ningún coche. Ni siquiera podíamos coger un taxi,
porque por aquel corazón de la miseria urbana no circulaba nadie. Nos habíamos
metido en el infierno sin darnos cuenta, y por las borrosas esquinas de esa
ciudad prohibida se escurrían sombras imprecisas, figuras humanas que sólo
podían pertenecer al enemigo, de manera que aterraba mucho más atisbar a algún
individuo a lo lejos que atravesar a solas esas calles dolientes.
Yo
corría y corría, esto es, caminaba a toda la velocidad que mis pantorrillas y
mi pánico me permitían, odiando a Martina, insultando a Martina, llevando a mi
hermana detrás, varios pasos rezagada, como la cola de un cometa. Porque ella,
que siempre se jacta de ser valiente, quería demostrar a las calles siniestras,
a las esquinas sombrías, a las ventanas rotas, que no estaba dispuesta a
apresurar la marcha por un mero temblor de miedo en el estómago. Y en el
transcurso de la hora interminable que nos llevó cruzar la ciudad apestada
hasta alcanzar de nuevo los barrios burgueses y el piso de mi amigo (no nos
sucedió nada malo, más allá de mojarnos), se me encendió en algún instante
dentro de la cabeza una frase candente que parecía haber sido escrita por un
rayo, como las leyes que los dioses antiguos grababan con un dedo de fuego
sobre las rocas. Esa frase decía: «Hay un momento en que todo viaje se
convierte en una pesadilla»; y esas palabras echaron el ancla en mi voluntad y
mi memoria y empezaron a obsesionarme, como el estribillo de una canción pegadiza
del que uno no se puede desprender por más que quiera. Hasta el punto de que
tuve que escribir toda una novela en torno a esa frase para librarme de ella.
Así fue como nació Bella y oscura.
Visto
aquel asunto desde hoy, con la perspectiva del tiempo, puedo añadir sensatas y
profusas explicaciones, porque la razón posee una naturaleza pulcra y hacendosa
y siempre se esfuerza por llenar de causas y efectos todos los misterios con
los que se topa, al contrario de la imaginación (la loca de la casa, como la llamaba Santa Teresa de Jesús), que
es pura desmesura y deslumbrante caos. Y así, aplicando la razón puedo deducir
sin gran esfuerzo que el viaje es una metáfora obvia de la existencia; que por
entonces yo me encontraba más o menos cumpliendo los cuarenta (y Martina
también: somos mellizas y vertiginosamente distintas) y que probablemente esa
frase era una manera de expresar los miedos al horror de la vida y sobre todo a
la propia muerte, que es un descubrimiento de la cuarentena, porque, de joven, la
muerte siempre es la muerte de los demás. Y sí, seguro que todo esto es verdad
y que estos ingredientes forman parte de la construcción del libro, pero sin
duda hay más, muchísimo más, que no puede ser explicado sensatamente. Porque
las novelas, como los sueños, nacen de un territorio profundo y movedizo que
está más allá de las palabras. Y en ese mundo saturnal y subterráneo reina la
fantasía.
Regresemos
así a la imaginación. A esa loca a ratos fascinante y a ratos furiosa que
habita en el altillo. Ser novelista es convivir felizmente con la loca de
arriba. Es no tener miedo de visitar todos los mundos posibles y algunos
imposibles. Tengo otra teoría (tengo muchas: un resultado de la frenética
laboriosidad de mi razón), según la cual los narradores somos seres más
disociados o tal vez más conscientes de la disociación que los demás. Esto es,
sabemos que dentro de nosotros somos muchos. Hay profesiones que se avienen
mejor que otras a este tipo de carácter, como, por ejemplo, ser actor o actriz.
O ser espía. Pero para mí no hay nada comparable con ser novelista, porque te
permite no sólo vivir otras vidas, sino además inventártelas. «A veces tengo la
impresión de que surjo de lo que he escrito como una serpiente surge de su
piel», dice Vila-Matas en El viaje vertical. La novela es la autorización de la
esquizofrenia.
Un día del pasado mes de noviembre iba
conduciendo por Madrid con mi coche; era más o menos a la hora de comer y
recuerdo que me dirigía a un restaurante en donde había quedado con unos
amigos. Era uno de esos días típicos del invierno madrileño, fríos e
intensamente luminosos, con el aire limpio y escarchado y un cielo esmaltado de
laca azul brillante. Circulaba por Modesto Lafuente o alguna de las calles
paralelas, vías estrechas y con la obligación de ceder el paso en las esquinas,
por lo que no puedes ir a más de cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Así,
yendo despacio, pasé junto a un edificio antiguo de dos o tres plantas en el
que jamás me había fijado. Sobre la puerta, unas letras metálicas decían:
CENTRO DE SALUD MENTAL. Debía pertenecer a algún organismo público, porque
encima había un mástil blanco con una bandera española que se agitaba al
viento. Circulaba por delante de ese lugar, en fin, cuando de pronto, sin yo
pretenderlo ni preverlo, una parte de mí se desgajó y entró en el edificio
convertida en un enfermo que venía a internarse. Y en un fulminante e
intensísimo instante ese otro yo lo vivió todo: subió, es decir, subí, los dos
o tres escalones de la entrada, con los ojos heridos por el resol de la fachada
y escuchando el furioso flamear de la bandera, sonoro, ominoso, y aturdidor; y
pasé al interior, con el corazón aterido porque sabía que era para quedarme,
dentro todo era penumbra repentina, y un silencio algodonoso e irreal, y olor a
lejía y naftalina, y un golpe de calor insano en las mejillas. Esa pequeña
proyección de mí misma se quedó allí, en el Centro de Salud Mental, a mis
espaldas, mientras yo seguía con mi utilitario por la calle camino del
almuerzo, pensando en cualquier futilidad, tranquila e impasible tras ese
espasmo de visión angustiosa que resbaló sobre mí como una gota de agua. Pero
eso sí, ahora yo sé cómo es internarse en un centro psiquiátrico; ahora lo he
vivido, y si algún día tengo que describirlo en un libro, sabré hacerlo, porque
una parte de mí estuvo allí y quizá aún lo esté. Ser novelista consiste
exactamente en esto. No creo que pueda ser capaz de explicarlo mejor.”
Rosa Montero (2003): La loca de la casa. Buenos Aires, Santillana Punto de Lectura, Capítulo
2; páginas 17-29.
¡Buena
semana poética!
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