martes, 2 de agosto de 2016

Clase N° 16 /año 3 - jueves 28 de julio 2016


LA MINIMALISTA Y POTENTE POÉTICA
DE JUAN RULFO


Hoy leeremos un cuento fundamental: No oyes ladrar los perros, de unos de los grandes escritores de la literatura latinoamericana, el mexicano Juan Rulfo.




El cuento se basa temáticamente en la narración del conflicto entre un padre y su hijo, tema fundamental en la ficción de Rulfo.

No es éste, sin embargo, el único tema del cuento, ya que el mismo pone en evidencia otros que se repiten en la obra del escritor y que permiten considerar a No oyes ladrar los perros como un posible punto de entrada para estudiar la totalidad de la producción escrita de Rulfo.

·        las relaciones familiares,
·        la visión subjetiva del espacio, que lleva a la alienación y la fragmentación del cuerpo,
·        la inutilidad del lenguaje como medio de comunicación,
·        el tiempo y su ordenamiento cronológico.



Esta historia, incluida en el volumen de cuentos El llano en llamas (1953), presenta a un padre llevando a su hijo herido al pueblo para intentar que lo curen.
Puede dividirse en dos partes.

La primera cuenta el viaje de padre e hijo y acaba en el momento en que el padre avista el pueblo.

La segunda parte es breve, de unas pocas líneas y en ella el padre oye ladrar los perros que le anuncian la presencia del pueblo, y reprocha al hijo su falta de ayuda, mientras que el mismo no responde por estar desfallecido o muerto.

La narración se estructura en base a la relación entre Ignacio, el hijo, y su padre, cuyo nombre se ignora.

Dicha relación se revela a través del diálogo que mantienen ambos cuando Ignacio, herido en el llano, es llevado a cuestas por su padre hacia el pueblo de Tonaya, durante la noche, para ser curado.

De alguna manera el cuento plantea la aventura del héroe y, en este caso, los héroes son dos: el hijo, un antihéroe corrupto y malogrado, y el padre, un héroe salvador.

Además de este aspecto casi mítico del tema del héroe, es posible observar en las relaciones paterno-filiales y en su deterioro las transformaciones que en el medio social del campo mexicano estaba trayendo consigo el cambio de modos productivos, de uno de carácter latifundista que sostenía relaciones sociales de tipo más bien cuasi-medieval, a una explotación capitalista y privada de la tierra.

Como resultado de los cambios sociales y económicos operados en el territorio mexicano a partir de la Revolución de 1910 y más precisamente en las décadas de los años 30s a 50s del siglo pasado, la forma de vida tradicional del campesino estaba cambiando, como así también sus relaciones familiares.

Por ejemplo, en este cuento, el padre salva a su hijo, quien antes había matado a su padrino, hecho gravísimo bajo la óptica de una relación tradicional de compadrazgo.

A medida que transcurre la historia, la relación entre padre e hijo cambia de tono emocional, cambio que se percibe a través del uso de “usted” y de “tu” que hace variar las distancias afectivas entre ambos.

 El padre trata de “usted” a Ignacio cuando le reprocha su actitud: “Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos”.

El “tu” acerca emocionalmente al padre con el hijo: “-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

La relación entre los cuerpos de estos dos personajes refleja su relación familiar.
La misma le pesa al padre, tanto física como emocionalmente, y se puede decir que mantiene a lo largo del relato una dirección vertical, uniendo un “allá arriba”, los hombros del padre donde se encuentra el hijo, con un “aquí abajo” en donde está anclada la voz y el punto de vista del progenitor:

“-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte”.

Este peso, esta carga, también tiene su parte positiva, porque los hombres, a pesar de sus conflictos, se unen para ayudarse. Es así como en el segundo párrafo del cuento aparece por primera vez la voz del autor, que sintetiza la relación física entre ellos aunándolos como una sola figura:

“La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante”.

Por supuesto que aquella “sombra larga y negra” tiene clara reminiscencia virgiliana, en aquella hipálage (figura retórica de sustitución) que señala: “Iban oscuros por las sombras bajo la noche solitaria”…

      Ibant obscuri sola sub nocte per umbram (Eneida 6:268)

La relación paterno-filial se ve signada, asimismo, por una ausencia dolorosa, la de la madre. Como en otros cuentos de Rulfo, por ejemplo “La herencia de Matilde Arcángel”, hay una referencia dolorosa a la madre, quien sólo aparece en el espacio de las palabras y de la memoria del padre.

A pesar de no estar presente, en este relato la mujer es el motor de las acciones, ya que según sabemos por las palabras del padre, si no fuera por ella, el hijo estaría “tirado allí” donde lo encontró el padre; es ella la que le da ánimos al viejo para que lo lleve a curarse: “Es ella la que me da ánimos, no usted” afirma el padre. Dice más adelante: “Todo esto que hago no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre”.

A pesar del deseo del padre de que el hijo se cure física y moralmente, comprende que aunque Ignacio se cure, “volverá a sus malos pasos”, no habrá cambiado su actitud para nada. Y quizás mejor entonces que la madre no esté presente; como afirma el padre: “Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas”.
Volviendo a Virgilio, podríamos hacer una suerte de paralelismo entre el canto II de la Eneida y este cuento, pero con algunas variantes. Veamos. En la Eneida, a Eneas se le aparece Héctor, el héroe troyano muerto por Aquiles, que le pide que rescate los penates y se los lleve de Troya. Eneas cumple el mandato y se lleva los dioses  penates (las cenizas de los antepasados). Cuando se está yendo, Eneas carga a hombros a su padre, Anquises, además de llevar de la mano a su hijo Ascanio, que luego para la tradición latina pasará a llamarse Iulo. El viaje de Eneas es un viaje de esperanza y piedad, Anquises no muere y transporta los penates a un lugar seguro. A la inversa, el viaje de Ignacio y su padre es de desesperanza e impiedad.
Asimismo, encontramos otro sistema de oposición en el que se sustenta el cuento: el llano mata y la ciudad cura; el llano es el desierto y la ciudad es la vida. Y mientras, hay una tensión que parece eterna.


Leamos en cuento y veamos su maestría.



NO OYES LADRAR LOS PERROS

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
— ¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
— ¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: «Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.» Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme que ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí.
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa.
Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!» Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ése no puede ser mi hijo.»
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porqué ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: «No tenemos a quién darle nuestra lástima.» ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las
corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.





“Me llamo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos, como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque sienta preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo…”
“En la familia Pérez Rulfo nunca hubo mucha paz, todos morían temprano, a la edad de 33 años, y todos eran asesinados por la espalda”.
Palabras de Juan Rulfo recogidas por María Teresa Gómez, en el libro “Juan Rulfo y el mundo de su próxima novela”.




Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, tal el nombre completo de Juan Rulfo (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 - Ciudad de México, 7 de enero de 1986), fue escritor, guionista y fotógrafo mexicano, perteneciente a la generación del ´52. La reputación de Rulfo se asienta en sólo dos enormes libros: El Llano en llamas, compuesto por diecisiete cuentos y publicado en 1953, y la novela Pedro Páramo, publicada en 1955.

“Definitivamente nací en Apulco, un pueblo perteneciente a San Gabriel y San Gabriel a su vez, es del distrito de Sayula y es un pueblo que no figura en los mapas siempre se da como origen la población más grande…” Palabras de Rulfo en el programa “A fondo” (1977)


Juan Rulfo es uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX. En sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía cuya acción se desarrolla en escenarios mexicanos. Sus personajes representan y reflejan el lugar con sus grandes problemáticas socio-culturales entretejidas con el mundo fantástico. La obra de Rulfo, y sobre todo Pedro Páramo, es la bisagra de la literatura mexicana que marca el fin de la novela revolucionaria, lo que permitió las experimentaciones narrativas, como es el caso de la generación del medio siglo en México o los escritores pertenecientes al boom latinoamericano.

La zona donde nació era árida y pobre. Su padre fue asesinado siendo él pequeño. Su madre murió cuando JR tenía diez años y lo crió la abuela materna unos pocos años más hasta que murió; luego debió ir a un orfanato.




Aviso parroquial: gente, les contamos que ésta será la última clase física en el edificio de la SADE, la Sociedad Argentina de Escritores (de la calle Uruguay 1371, CABA), para este taller de la FAP, Fundación Argentina para la Poesía.
A partir de la semana próxima, este taller se dará exclusivamente online y a través de este link www.onradio.com.ar en el horario de los jueves de 18 a 19 hs, en vivo. 






 ¡Buena semana poética!




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