martes, 13 de junio de 2017

Clase N° 1 /año 4 - martes 6 de junio 2017


COMENZAMOS DESDE
EL POEMA SIEMPRE
(pero ahora los martes)

+
TALLER Y TALLARINES

&

LAS BORGEANAS NORTON LECTURES

Bienvenidos a este cuarto año del taller de lectoescritura de poesía y prosa poética que llamamos ABORDAJES POÉTICOS, para la Fundación Argentina para la Poesía.

Este año regresamos a las fuentes, al taller presencial puertas adentro en la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) pero este año cambiamos de día, nos encontramos los martes

Como siempre, la etimología siempre estimula a encontrar las huellas. En este sentido, habría dos grandes brazos etimológicos que confluyen, como el sendero de jardines borgeano: la palabra “taller” está vinculada etimológicamente con “tallarines”, “astilla”, “tallar” y “detallar”. Parece ser que las primeras referencias a los talleres –atelier en francés– fue una especie de lugar donde se cortaba la madera, lo que llamaríamos una carpintería al aire libre, bajo las estrellas, es decir, a le stelle. De allí, la palabra astelle, “astilla” y sus derivados. Pero por otro lado, aparece el verbo latino taliare, que significa cortar, especialmente las ramas sobrantes de los árboles. De allí se derivan “tallarín”, “taller”, “entallar” y “detallar” entre otros. Así que trabajaremos la buena madera poética de cada uno, tallándola con los vientos propios, y cuando salgamos de aquí estará tal vez la luz de las estrellas. Y si tenemos suerte, luego vendrán los tallarines, jaa.

Recordarán la definición para poesía que suelo utilizar: un poema es una emoción contada. A ésta le añadiremos este año un concepto cadencioso, diremos que “la poesía es una emoción contada con pensamiento rítmico”. Porque pensamiento rítmico es lo que caracteriza a la coordenada espacio-temporal dada a cada palabra que conformará ese todo al que llamamos poema. Ese artefacto poético tiene un determinado ritmo dado desde la rima silábica, el que le imprimimos en general en Occidente, y heredamos también el ritmo yámbico, aunque lo apliquemos tal vez intuitivamente porque lo tenemos en la memoria auditiva de siglos. El yambo es un pie de la métrica grecolatina constituido por la alternancia de una sílaba breve y otra larga, y sus diferentes combinaciones. 

Por eso, a pesar de que hoy mayormente trabajamos sin el corsé (o lo que sentimos como corsé) de la poesía medida (la que según Borges, es mucho más fácil de hacer; ya leeremos hoy acerca de ello), cuando pensamos en el quehacer poético tenemos en mente una especial melodía espacial con una determinada candencia, donde luego de trabajadas, cada una de las palabras encontrará su lugar único en el poema.
Para la primera clase, siempre me acompaña mi escritor preferido: Jorge Luis Borges. Recordemos que, para Borges, la literatura era una forma de experiencia.

                                                                      Portada de Arte poética, Ed. Critica, Barcelona, 2001

Hoy les traigo una obra muy poco conocida, las Norton lectures, es decir, las Conferencias Norton, en total seis, dadas por JLB en Harvard entre el 24 de octubre de 1967 la primera y el 10 de abril de 1968, la última, titulada “Credo de poeta”. En español se editaron bajo el título de Arte poética, Ed. Crítica, Barcelona (2001), traducción de Justo Navarro, prólogo de Pere Gimferrer y edición, notas y epílogo de Calin-Andrei Mihailescu.

Leeremos algunos párrafos escogidos, y Gabriel –nuestro experto en encontrar lo oculto en internet– seguramente para cuando yo termine de editar ésta habrá hallado esta obra.

Credo de poeta, una joyita, es una confesión. Según Mihailescu, es “una especie de testamento literario que Borges hizo ´en medio del camino de la vida´ (en realidad, la referencia al primer verso de la Divina Comedia citado como metáfora por parte de Mihailescu no se condice con la fecha, porque cuando JLB fue a Harvard para estas conferencias ya tenía 68/69 años. Pero convengamos en que quiere significar un bello paralelismo, y desde ya, lo festejamos).  
Durante más de 30 años estas conferencias permanecieron inéditas.



Y como siempre, nuestro libro recomendado de la semana (seguí bajando, vale la pena :) ), nuestra sección La Yapa, y por último pero no menos importante y para cerrar nuestro primer encuentro, un “cadáver exquisito”, poema conjunto. Desde luego y además, la consigna dada para trabajar para el martes próximo. 



A pesar de que sólo hemos leído algunos párrafos selectos, aquí copio y pego completa la última de las seis conferencias:


VI
CREDO DE POETA

Mi propósito era hablar del credo del
poeta, pero, al examinarme, me he dado
cuenta de (que) yo sólo tengo un credo
vacilante. Este credo quizá me sea útil a
mí, pero difícilmente servirá a otros.
De hecho, considero todas las
teorías poéticas meras herramientas para
escribir un poema. Supongo que deben
de existir muchos credos, tantos como
religiones o poetas. Aunque al final diré
algo sobre mis gustos y mis aversiones a
la hora de escribir poesía, creo que
empezaré con algunos recuerdos
personales, los recuerdos no sólo de un
escritor sino también de un lector.
Me considero esencialmente un
lector. Como saben ustedes, me he
atrevido a escribir; pero creo que lo que
he leído es mucho más importante que lo
que he escrito. Pues uno lee lo que
quiere, pero no escribe lo que quisiera,
sino lo que puede.
Mi memoria me devuelve a una tarde
de hace sesenta años, a la biblioteca de
mi padre en Buenos Aires. Estoy viendo
a mi padre; veo la luz de gas; podría
tocar los anaqueles. Sé exactamente
dónde encontrar Las mil y una noches
de Burton y La conquista del Perú de
Prescott, aunque la biblioteca ya no
exista. Vuelvo a aquella vieja tarde
suramericana y veo a mi padre. Lo estoy
viendo ahora mismo y oigo su voz, que
pronuncia palabras que yo no entendía,
pero que sentía. Esas palabras
procedían de Keats, de su Oda a un
ruiseñor. Las he vuelto a leer muchas
veces, como ustedes, pero me gustaría
repasarlas de nuevo. Creo que le gustará
al fantasma de mi padre, si está cerca.
Los versos que recuerdo son los que
en este momento les vienen a ustedes a
la memoria:

Thou wast not born for death, immortal Bird!
hungry generations tread thee down;
voice I hear this passing night was heard
ancient days by emperor and clown:
Perhaps the self-same song that found a path
Through the sad heart of Ruth, when, sick for
home,
stood in tears amid the alien corn.

no has nacido para la muerte, ¡inmortal
pájaro!
han de pisotearte otras gentes
hambrientas;
voz que oigo esta noche fugaz es la que
oyeron
los días antiguos el labriego y el rey;
quizá este mismo canto se abrió camino al
triste
corazón de Ruth, cuando, con nostalgia de
hogar,
llorando se detuvo en el trigal ajeno).

Yo creía saberlo todo sobre las
palabras, sobre el lenguaje (cuando uno
es niño, tiene la sensación de que sabe
muchas cosas), pero aquellas palabras
fueron para mí una especie de
revelación. Evidentemente, no las
entendía. ¿Cómo podía entender
aquellos versos que consideraban a los
pájaros —a los animales— como algo
eterno, atemporal, porque vivían en el
presente? Somos mortales porque
vivimos en el pasado y el futuro: porque
recordamos un tiempo en el que no
existíamos y prevemos un tiempo en el
que estaremos muertos. Esos versos me
llegaban gracias a su música. Yo había
considerado el lenguaje como una
manera de decir cosas, de quejarse, o de
decir que uno estaba alegre, o triste.
Pero cuando oí aquellos versos (y, en
cierto sentido, llevo oyéndolos desde
entonces) supe que el lenguaje también
podía ser una música y una pasión. Y así
me fue revelada la poesía.
Le doy vueltas a una idea; la idea de
que, a pesar de que la vida de un hombre
se componga de miles y miles de
momentos y días, esos muchos instantes
y esos muchos días pueden ser
reducidos a uno: el momento en que un
hombre averigua quién es, cuando se ve
cara a cara consigo mismo. Imagino que
cuando Judas besó a Jesús (si es verdad
que lo besó) sentiría en ese momento
que era un traidor, que ser un traidor era
su destino y que le era leal a ese destino
aciago. Todos recordamos La roja
insignia del valor, la historia de un
hombre que no sabía si era un cobarde o
un valiente. Entonces llega el
momento y averigua quién es. Cuando yo
oí aquellos versos de Keats,
inmediatamente me di cuenta de que
aquello era una experiencia importante.
Y no he dejado de darme cuenta desde
entonces. Y quizá desde aquel momento
(debo exagerar por el bien de la
conferencia) me consideré un «literato».
Es decir, me han sucedido muchas
cosas, como a todos los hombres. He
encontrado placer en muchas cosas:
nadar, escribir, contemplar un amanecer
o un atardecer, estar enamorado. Pero el
hecho central de mi vida ha sido la
existencia de las palabras y la
posibilidad de entretejer y transformar
esas palabras en poesía. Al principio,
ciertamente, yo sólo era un lector. Pero
pienso que la felicidad del lector es
mayor que la del escritor, pues el lector
no tiene por qué sentir preocupaciones
ni angustia: sólo aspira a la felicidad. Y
la felicidad, cuando eres lector, es
frecuente. Así, antes de pasar a hablar
de mi obra literaria, me gustaría decir
unas palabras sobre los libros que han
sido importantes para mí. Sé que esa
lista abundará en omisiones, como todas
las listas. De hecho, el peligro de hacer
listas es que las omisiones prevalecen y
hay quien piensa que uno carece de
sensibilidad.
Hablaba hace un momento de Las
mil y una noches de Burton. Cuando
pienso estrictamente en Las mil y una
noches, no pienso en los múltiples,
pesados y pedantes (o, mejor, afectados)
volúmenes, sino en lo que yo llamaría
las verdaderas Mil y una noches: las de
Galland y, quizá, las de Edward William
Lane. La mayoría de mis lecturas ha
sido en inglés; la mayoría de los libros
me ha llegado en lengua inglesa, y estoy
profundamente agradecido por ese
privilegio.
Cuando pienso en Las mil y una
noches, lo primero que tengo es una
sensación de inmensa libertad. Pero, a la
vez, sé que el libro, aunque inmenso y
libre, obedece a un número limitado de
esquemas. Por ejemplo, el número tres
aparece con mucha frecuencia. Y no
encontramos personajes; o, mejor,
encontramos personajes planos (con
excepción, quizá, del barbero
silencioso). Encontramos hombres
perversos y hombres buenos,
recompensas y castigos, anillos mágicos
y talismanes.
Aunque somos propensos a pensar
que el tamaño, en sí mismo, puede ser
algo brutal, creo que abundan los libros
cuya esencia radica en su gran extensión.
Por ejemplo, en el caso de Las mil y
una noches, cabe pensar que el libro es
voluminoso, que la historia no termina
nunca, que jamás llegaremos al fin.
Puede que nunca recorramos las mil y
una noches, pero el hecho de que estén
ahí añade, en cierta medida, grandeza al
asunto. Sabemos que podemos ahondar
más, que podemos seguir recorriendo
las páginas, y que las maravillas, los
magos, las tres bellas hermanas siempre
estarán ahí, esperándonos.
Hay otros libros que me gustaría
recordar: Huckleberry Finn, por
ejemplo, que fue uno de los primeros
que leí. He vuelto a leerlo muchas veces
desde entonces, y también Roughing It
(los primeros días en California), Life
on the Mississippi, y otros. Si yo
analizara Huckleberry Finn, diría que,
para crear un gran libro, quizá lo único
necesario, fundamental y sencillísimo,
sea esto: debe haber algo grato a la
imaginación en la estructura del libro.
En el caso de Huckleberry Finn,
sentimos que la idea del negro, del
chico, de la balsa, del Mississippi, de
las largas noches, son ideas gratas a la
imaginación, y la imaginación las
acepta.
También me gustaría decir algo
sobre el Quijote. Fue uno de los
primeros libros que leí de principio a
fin. Recuerdo los grabados. Uno sabe
tan poco sobre sí mismo que, cuando leí
el Quijote, pensaba que lo leía por el
placer que encontraba en el estilo
arcaico y en las aventuras del caballero
y el escudero. Ahora pienso que mi
placer tenía otra raíz: que procedía de la
personalidad del caballero. Ya no estoy
seguro de que me crea las aventuras ni
las conversaciones entre el caballero y
el escudero, pero sé que creo en el
personaje del caballero, y supongo que
las aventuras fueron inventadas por
Cervantes para mostrarnos el carácter
del héroe.
Lo mismo cabría decir de otro libro,
que podríamos llamar un clásico menor.
Lo mismo podría decirse del señor
Sherlock Holmes y el doctor Watson. No
estoy seguro de si creo en el sabueso de
los Baskerville. Estoy seguro de que no
creo que me aterrorice un perro pintado
de pintura luminosa. Pero estoy seguro
de que creo en el señor Sherlock
Holmes y en la extraña amistad entre
éste y el doctor Watson.
Evidentemente, uno nunca sabe lo
que traerá el futuro. Supongo que el
futuro, a la larga, traerá todas las cosas,
así que podemos imaginar un día en el
que don Quijote y Sancho, Sherlock
Holmes y el doctor Watson seguirán
existiendo, aunque todas sus aventuras
hayan sido olvidadas. Pero los hombres,
en otros idiomas, seguirán inventando
historias para atribuírselas a esos
personajes: historias que serán espejos
de los personajes. Es algo, a mi
entender, posible.
Ahora saltaré por encima de los
años e iré a Ginebra. Yo era entonces un
joven muy desdichado. Supongo que los
jóvenes son aficionados a la infelicidad:
ponen lo mejor de sí mismos en ser
infelices, y generalmente lo consiguen.
Entonces descubrí a un autor que, sin
duda, era un hombre muy feliz. Debió de
ser en 1916 cuando accedí a Walt
Whitman, y entonces sentí vergüenza de
mi infelicidad. Sentí vergüenza, pues
había intentado ser aun más infeliz
gracias a la lectura de Dostoievski.
Ahora, cuando he vuelto a leer a Walt
Whitman, y también algunas biografías
suyas, supongo que quizá cuando Walt
Whitman leía sus Hojas de hierba se
decía a sí mismo: «Oh! if only I were
Walt Whitman, a kosmos, of Manhattan
the son!» («Ah, ¡si yo fuera Walt
Whitman, un cosmos, el hijo de
Manhattan!»). Porque indudablemente
extrajo a «Walt Whitman» de sí mismo:
una especie de proyección fantástica.
Al mismo tiempo, descubrí también
a un escritor muy distinto. Descubrí
también —y también me impresionó
mucho— a Thomas Carlyle. Leí Sartor
Resartusy puedo recordar muchas de sus
páginas: me las sé de memoria. Carlyle
me empujó a estudiar alemán. Me
acuerdo de que compré el Lyrisches
Intermezzo de Heine y un diccionario
alemán-inglés. Al poco tiempo, me di
cuenta de que podía prescindir del
diccionario y continuar la lectura sobre
sus ruiseñores, sus lunas, sus pinos, su
amor.
Pero lo que yo realmente buscaba y
no encontré en aquel tiempo fue la idea
de germanismo. La idea, a mi parecer,
no había sido desarrollada por los
propios germanos, sino por un caballero
romano, Tácito. Carlyle me indujo a
pensar que podría encontrarla en la
literatura alemana. Encontré otras
muchas cosas; le estoy muy agradecido a
Carlyle por haberme remitido a
Schopenhauer, a Hölderlin, a Lessing, y
otros. Pero la idea que yo tenía —la
idea de unos hombres que no tenían nada
de intelectuales, sino que vivían
entregados a la lealtad, al valor y a una
varonil sumisión al destino— no la
encontré, por ejemplo, en el Cantar de
los nibelungos. Aquello me parecía
demasiado romántico. Muchos años
después encontré lo que buscaba en las
sagas escandinavas y en el estudio de la
antigua poesía inglesa.
Allí encontré por fin lo que había
buscado cuando era joven. En el inglés
antiguo descubrí una lengua áspera, pero
cuya aspereza producía cierta belleza y
cierta emoción profunda (aunque, quizá,
careciera de un pensamiento profundo).
Creo que, en poesía, la emoción es
suficiente. Si hay emoción, ya es
bastante. Me llevó a estudiar inglés
antiguo mi inclinación por la metáfora.
Había leído en Lugones que la metáfora
era el elemento esencial de la literatura,
y acepté aquel aforismo. Lugones
escribió que todas las palabras eran
originariamente metáforas. Es cierto,
pero también es verdad que, para
comprender la mayoría de las palabras,
hemos de olvidar el hecho de que sean
metáforas. Por ejemplo, si digo «El
estilo debe ser llano», no creo que
debamos recordar que «estilo»
(«Stylus») significaba «pluma», y que
«llano» significa «plano», porque en ese
caso nunca lo entenderíamos.
Permítanme volver de nuevo a los
días de mi juventud y recordar a otros
autores que me impresionaron. Me
pregunto si se ha destacado muchas
veces que Poe y Wilde son en realidad
escritores para jóvenes. Por lo menos,
los cuentos de Poe me impresionaron
cuando yo era un muchacho, pero apenas
si soy capaz de volver a leerlos ahora
sin una sensación de incomodidad por el
estilo del autor. De hecho, casi puedo
entender lo que Emerson quería decir
cuando llamó a Edgar Allan Poe el
hombre ripio. Supongo que el hecho de
ser un escritor para jóvenes puede ser
aplicado a otros muchos. En algunos
casos, tal descripción es injusta: en
Stevenson, por ejemplo, o Kipling; pues,
aunque escriben para jóvenes, también
escriben para hombres. Pero hay otros
escritores a los que uno debe leer
cuando es joven, porque si uno se acerca
a ellos cuando es viejo y canoso,
cargado de años, entonces su lectura
difícilmente será un placer. Quizá sea
una blasfemia decir que para disfrutar a
Baudelaire y Poe tenemos que ser
jóvenes. Después es difícil. Uno tiene
que aguantar demasiado; uno tiene que
pensar en la historia.
En cuanto a la metáfora, debo añadir
que ahora sé que la metáfora es mucho
más complicada de lo que yo creía. No
es simplemente una comparación entre
dos cosas: decir «la luna es como…».
No. Exige un método más sutil.
Pensemos en Robert Frost. Ustedes, por
supuesto, recuerdan los versos:

I have promises to keep,
miles to go before I sleep,
miles to go before I sleep.

Pues tengo promesas que cumplir
millas por hacer antes de dormir,
millas por hacer antes de dormir).
Si tomamos los dos últimos versos,
el primero —«y millas por hacer antes
de dormir»— es una afirmación: el
poeta piensa en las millas y el sueño.
Pero, cuando lo repite, «y millas por
hacer antes de dormir», el verso se
convierte en una metáfora; pues «millas»
significa «días», mientras «dormir»
presumiblemente signifique «morir».
Quizá yo no debería señalarles esto.
Quizá el placer no radique en que
traduzcamos «millas» por «años» y
«sueño» por «muerte», sino, más bien,
en intuir la implicación.
Lo mismo podríamos decir de otro
excelente poema de Frost, «Acquainted
with the Night». Al principio, «I have
been one acquainted with the night»
quizá signifique literalmente lo que dice.
Pero el verso se repite al final:
luminary clock against the sky,
Proclaimed the time was neither wrong nor
right.
have been one acquainted with the night.
reloj luminaria en el cielo
proclamaba que el tiempo no era falso ni
verdadero.
sido uno de los que ha conocido la
noche).
Y entonces nos inclinamos a
considerar la noche como una imagen
del mal (del mal sexual, me parece).
He hablado hace un momento de don
Quijote y Sherlock Holmes; he dicho
que puedo creer en los personajes pero
no en sus aventuras, y difícilmente en las
palabras que los autores ponen en sus
labios. Ahora nos preguntamos si es
posible encontrar un libro donde
ocurriera exactamente lo contrario.
¿Podríamos encontrar un libro cuyos
personajes nos parecieran
inverosímiles, pero en el que la historia
nos pareciera creíble? Recuerdo, en este
punto, otro libro que me impresionó:
Moby Dick, de Melville. No estoy
seguro de si creo en el capitán Ahab, no
estoy seguro de creer en su pugna con la
ballena blanca; apenas si puedo
distinguir a los personajes. Pero me creo
la historia: es decir, creo en ella como
en una especie de parábola (aunque no
sé exactamente sobre qué: quizá sea una
parábola sobre la lucha contra el mal,
sobre la manera errada de combatir el
mal). Me pregunto si hay otros libros
sobre los que se pueda decir lo mismo.
En The Pilgrim’s Progress, pienso que
creo tanto en la alegoría como en los
personajes. Pero habría que mirarlo.
Recuerden que los gnósticos decían
que la única manera de librarse de un
pecado era cometerlo, porque después
uno se arrepentía. En lo que se refiere a
la literatura, esencialmente tenían razón.
Si he alcanzado la felicidad de escribir
cuatro o cinco páginas tolerables
después de escribir quince volúmenes
intolerables, logré esa proeza no sólo a
través de muchos años sino también
gracias al método de la tentativa y el
error. Creo que no he cometido todos los
errores posibles —porque los errores
son innumerables—, pero sí muchos de
ellos.
Por ejemplo, yo empecé, como la
mayoría de los jóvenes, creyendo que el
verso libre era más fácil que las formas
sujetas a reglas. Hoy estoy casi seguro
de que el verso libre es mucho más
difícil que las formas medidas y
clásicas. La prueba —si es necesaria—
es que la literatura comienza con el
verso. Supongo que la explicación
podría ser que una vez que se desarrolla
un modelo —un modelo de rimas, de
asonancias, de aliteraciones, de sílabas
largas y breves— sólo hay que repetirlo.
Mientras que, si se ensaya la prosa (y la
prosa, evidentemente, aparece después
del verso), entonces se necesita, como
señaló Stevenson, un modelo más sutil.
Pues el oído, por inducción, espera algo,
pero no llega a obtener lo que espera.
Recibe otra cosa; y esa otra cosa puede
ser, en cierto sentido, una decepción y
también una satisfacción. Así que, a
menos que tomen ustedes la precaución
de ser Walt Whitman o Carl Sandburg, el
verso libre es más difícil. Al menos, yo
he llegado a saber, ahora que estoy
cerca del final del viaje, que las formas
poéticas clásicas son más fáciles. Otra
ventaja, otra comodidad, puede radicar
en el hecho de que, una vez que se
escribe cierto verso, una vez que uno se
conforma con cierto verso, ya se ha
sometido a cierta rima. Y, dado que las
rimas no son infinitas, el trabajo será
más fácil.
Evidentemente, lo importante es lo
que hay detrás del verso. Empecé
intentando —como todos los jóvenes—
disfrazarme. Al principio estaba tan
despistado que, en la época en que leía a
Carlyle y Whitman, creía que la forma
de escribir en prosa de Carlyle era la
única posible, y que la forma de escribir
poesía de Whitman era la única posible.
No hice nada en absoluto por conciliar
el hecho verdaderamente extraño de que
esos dos hombres antagónicos hubieran
alcanzado la perfección de la prosa y el
verso.
Cuando empecé a escribir, siempre
me decía que mis ideas eran muy
superficiales, que si las conociera el
lector, me despreciaría. Así que me
disfrazaba. Al principio, intenté ser un
escritor español del siglo XVII con
cierto conocimiento del latín. Mi
conocimiento del latín era más bien
escaso. Ya no me considero un escritor
español del siglo XVII, y mi intento de
ser Sir Thomas Browne en español
fracasó por completo. O quizá estos
personajes produjeron una docena de
líneas sonoras. Evidentemente, yo
aspiraba al estilo artificioso, a los
pasajes decorativos. Ahora pienso que
el estilo artificioso es un error, porque
es un signo de vanidad, y el lector lo
considera un signo de vanidad. Si el
lector piensa que tienes un defecto
moral, no existe la más mínima razón
para que te admire o te soporte.
Entonces incurrí en un error muy
común: hice cuanto pude por ser —entre
todas las cosas— moderno. Hay un
personaje en los Wilhelm Meisters
Lehrjahre de Goethe que dice: «Sí,
puedes decir de mí lo que te parezca,
pero nadie negará que soy un
contemporáneo». No veo diferencia
entre ese personaje absurdo de la novela
de Goethe y el deseo de ser moderno.
Porque somos modernos; no tenemos
que afanarnos en ser modernos. No es un
caso de contenidos ni de estilo.
Si consideramos Ivanhoe de Sir
Walter Scott, o (por poner otro ejemplo
muy distinto) Salammbô de Flaubert,
podríamos decir la fecha en que esos
libros fueron escritos. Aunque Flaubert
llamó a Salammbô un «roman
cartaginois» («novela cartaginesa»),
cualquier lector que se precie sabrá
después de leer la primera página que el
libro no fue escrito en Cartago, sino que
lo escribió un francés muy inteligente
del siglo XIX. En cuanto a Ivanhoe, no
nos engañan los castillos ni los
caballeros ni los porqueros sajones, ni
nada por el estilo. En todo momento,
sabemos que estamos leyendo a un
escritor de los siglos XVIII o XIX.
Además, somos modernos por el
simple hecho de que vivimos en el
presente. Nadie ha descubierto todavía
el arte de vivir en el pasado, y ni
siquiera los futuristas han descubierto el
secreto de vivir en el futuro. Somos
modernos, lo queramos o no. Quizá el
hecho mismo de mi modernidad
galopante sea una forma de ser moderno.
Cuando empecé a escribir relatos,
hice lo posible por adornarlos. Trabajé
el estilo, y alguna vez aquellos relatos
quedaron ocultos bajo múltiples capas.
Por ejemplo, imaginé un argumento
bastante bueno, y escribí el cuento «El
inmortal». La idea que subyace al
relato —y la idea podría sorprender a
cualquiera de ustedes que lo haya leído
— es que, si un hombre fuera inmortal,
con el correr de los años (y,
evidentemente, el correr duraría muchos
años), lo habría dicho todo, hecho todo,
escrito todo. Tomé como ejemplo a
Homero; me lo imaginaba (si realmente
existió) en el trabajo de escribir su
Ilíada. Luego Homero seguiría viviendo
y cambiaría conforme cambiaran las
generaciones. Con el tiempo,
evidentemente, olvidaría el griego, y un
día olvidaría que había sido Homero.
Llegaría un momento en que no sólo
consideraríamos la traducción de
Homero que hizo Pope como una obra
de arte admirable (cosa que,
evidentemente, es), sino como fiel al
original. La idea de Homero que olvida
que fue Homero se esconde bajo las
múltiples estructuras que yo entretejo
alrededor del libro. De hecho, cuando
volví a leer ese cuento hace un par de
años, me pareció pesado, y tuve que
remontarme a mi antiguo proyecto para
ver que hubiera sido un buen relato si yo
me hubiera limitado a escribirlo con
sencillez y no hubiera consentido tantos
pasajes decorativos ni tantas metáforas
ni adjetivos tan extraños.
Creo que he alcanzado, si no cierta
sabiduría, quizá cierto sentido común.
Me considero un escritor. ¿Qué significa
para mí ser escritor? Significa
simplemente ser fiel a mi imaginación.
Cuando escribo algo no me lo planteo
como objetivamente verdadero (lo
puramente objetivo es una trama de
circunstancias y accidentes), sino como
verdadero porque es fiel a algo más
profundo. Cuando escribo un relato, lo
escribo porque creo en él: no como uno
cree en algo meramente histórico, sino,
más bien, como uno cree en un sueño o
en una idea.
Creo que quizá nos despiste uno de
los estudios que más valoro: el estudio
de la historia de la literatura. Me
pregunto (espero que no sea una
blasfemia) si no le prestamos demasiada
atención a la historia. Atender a la
historia de la literatura —o de
cualquiera otra arte, si vamos a eso— es
en realidad una forma de incredulidad,
de escepticismo. Si me digo, por
ejemplo, que Wordsworth y Verlaine
fueron excelentes poetas del siglo XIX,
corro el peligro de pensar que el tiempo
los ha destruido en cierta medida, que ya
no son tan buenos como fueron. Creo
que la idea antigua de que podemos
reconocer la perfección del arte sin
tener en cuenta las fechas era mejor.
He leído algunas historias de la
filosofía india. Los autores (ingleses,
alemanes, franceses, americanos)
siempre se asombran de que en la India
la gente no tenga sentido de la historia,
de que traten a todos los pensadores
como si fueran contemporáneos.
Traducen las palabras de la filosofía
antigua a la moderna jerga de la
filosofía de hoy. Pero esto significa algo
magnífico: confirma la idea de que uno
cree en la filosofía o de que uno cree en
la poesía; de que las cosas que fueron
bellas pueden ser bellas aún.
Aunque supongo que soy
completamente antihistórico cuando digo
esto (puesto que, evidentemente, los
significados y connotaciones de las
palabras cambian), sigo pensando que
hay versos —por ejemplo, cuando
Virgilio escribió «Ibant obscuri sola sub
nocte per umbram»(me pregunto si
habré escandido el verso como debiera:
mi latín está bastante oxidado), o cuando
un antiguo poeta inglés escribió
«Norban sniwde…», o cuando
leemos «Music to hear, why hear’st thou
music sadly? / Sweets with sweets war
not, joy delights in joy»— en los que,
en cierta medida, estamos más allá del
tiempo. Pienso que hay eternidad en la
belleza; y esto, por supuesto, es lo que
Keats tenía en mente cuando escribió «A
thing of beauty is a joy forever» («Lo
bello es gozo para siempre»).
Aceptamos este verso, y lo aceptamos
como una especie de verdad, como una
especie de fórmula. Alguna vez tengo el
coraje y la esperanza suficientes para
pensar que puede ser verdad: que,
aunque todos los hombres escriben en el
tiempo, envueltos en circunstancias y
accidentes y frustraciones temporales, es
posible alcanzar, de algún modo, un
poco de belleza eterna.
Cuando escribo intento ser leal a los
sueños y no a las circunstancias.
Evidentemente, en mis relatos (la gente
me dice que debo hablar de ellos) hay
circunstancias verdaderas, pero, por
alguna razón, he creído que esas
circunstancias deben siempre contarse
con cierta dosis de mentira. No hay
placer en contar una historia como
sucedió realmente. Tenemos que
cambiar alguna cosa, aunque nos
parezca insignificante; si no es así, no
nos consideramos artistas sino, quizá,
meros periodistas o historiadores.
Aunque imagino que los verdaderos
historiadores siempre han sabido que
pueden ser tan imaginativos como los
novelistas. Por ejemplo, cuando leemos
a Gibbon, el placer que nos causa es
equiparable al de leer a un gran
novelista. Después de todo, sabe muy
poco sobre sus personajes. Me figuro
que hubo de imaginar las circunstancias.
Debió de pensar que había creado, en
cierto sentido, la decadencia y caída del
Imperio Romano. Y lo hizo tan
maravillosamente que no necesito otra
explicación.
Si tuviera que aconsejar a algún
escritor (y no creo que nadie lo necesite,
pues cada uno debe aprender por sí
mismo), yo le diría simplemente lo
siguiente: lo invitaría a manosear lo
menos posible su propia obra. No creo
que retocar y retocar haga ningún bien.
Llega un momento en que uno descubre
sus posibilidades: su voz natural, su
ritmo. No creo que ninguna corrección
superficial resulte útil entonces.
Cuando escribo, no pienso en el
lector (porque el lector es un personaje
imaginario) ni pienso en mí (quizá
porque yo también soy un personaje
imaginario), sino que pienso en lo que
quiero transmitir y hago cuanto puedo
para no malograrlo. Cuando yo era
joven creía en la expresión. Había leído
a Croce, y la lectura de Croce no me
hizo ningún bien. Yo quería expresarlo
todo. Pensaba, por ejemplo, que, si
necesitaba un atardecer, podía encontrar
la palabra exacta para un atardecer; o,
mejor, la metáfora más sorprendente.
Ahora he llegado a la conclusión (y esta
conclusión puede parecer triste) de que
ya no creo en la expresión. Sólo creo en
la alusión. Después de todo, ¿qué son
las palabras? Las palabras son símbolos
para recuerdos compartidos. Si yo uso
una palabra, ustedes deben tener alguna
experiencia de lo que representa esa
palabra. Si no, la palabra no significará
nada para ustedes. Pienso que sólo
podemos aludir, sólo podemos intentar
que el lector imagine. Al lector, si es lo
bastante despierto, puede bastarle
nuestra simple alusión.
Es algo que favorece la eficacia, y
en mi caso también la pereza. Me han
preguntado por qué nunca he intentado
escribir una novela. La pereza, por
supuesto, es la primera explicación.
Pero hay otra. Nunca he leído una
novela sin cierta sensación de
aburrimiento. Las novelas incluyen
material de relleno; creo, por lo que sé,
que el material de relleno puede ser una
parte esencial de la novela. Pero he
leído y vuelto a leer una y otra vez
muchos relatos breves. Entiendo que en
un relato breve de, por ejemplo, Henry
James o Rudyard Kipling podemos
encontrar tanta complejidad —y de un
modo más agradable— como en una
larga novela.
Pienso que mi credo se reduce a
esto. Cuando prometí un «credo de
poeta» yo pensaba, demasiado crédulo,
que, después de dar cinco conferencias,
desarrollaría en el proceso alguna
especie de credo. Pero entiendo que
debo decirles que no tengo ningún credo
en particular, excepto las pocas
precauciones y dudas sobre las que les
he venido hablando.
Cuando escribo algo, procuro no
comprenderlo. No creo que la
inteligencia tenga demasiada relación
con el trabajo del escritor. Pienso que
uno de los pecados de la literatura
moderna es que tiene demasiada
conciencia de sí misma. Por ejemplo,
considero a la literatura francesa una de
las mayores literaturas del mundo (y
supongo que nadie lo pone en duda).
Pero me he visto obligado a pensar que
los autores franceses son, por lo general,
demasiado conscientes de sí mismos. Lo
primero que hace un escritor francés es
definirse a sí mismo, antes, incluso, de
saber lo que va a escribir. Dice: «¿Qué
escribiría, por ejemplo, un católico
nacido en tal o cual provincia, y
socialista hasta cierto punto?». O:
«¿Cómo deberíamos escribir después de
la Segunda Guerra Mundial?». Supongo
que hay mucha gente en el mundo que se
agobia con estos problemas ilusorios.
Cuando escribo (pero quizá yo no
sea un buen ejemplo, sino sólo una
terrible advertencia), intento olvidarlo
todo sobre mí. Me olvido de mis
circunstancias personales. No intento,
como alguna vez lo intenté, ser un
«escritor suramericano». Sólo intento
transmitir el sueño. Y si el sueño es
confuso (en mi caso, suele serlo), no
intento embellecerlo, ni siquiera
comprenderlo. Quizá haya hecho bien,
pues cada vez que leo un artículo sobre
mí —y, no sé por qué, parece haber
muchísima gente dedicándose
precisamente a eso—, generalmente
quedo sorprendido y muy agradecido
por los profundos significados que
descifran en esos más bien azarosos
apuntes míos. Evidentemente, les estoy
agradecido, pues considero la literatura
como una especie de colaboración. Es
decir, el lector contribuye a la obra,
enriquece el libro. Y sucede lo mismo
cuando se da una conferencia.
Quizá piensen ustedes que han oído
una buena conferencia. En ese caso,
debo darles las gracias, porque, después
de todo, ustedes han trabajado conmigo.
Si no hubiera sido por ustedes, no creo
que las conferencias hubieran sido
especialmente buenas, ni siquiera
tolerables. Espero que hayan colaborado
conmigo esta noche. Y puesto que esta
noche es distinta de otras noches, me
gustaría decirles algo sobre mí mismo.
Llegué a Estados Unidos hace seis
meses. En mi país soy prácticamente
(para repetir el título de un famoso libro
de Wells) el Hombre Invisible. Aquí
soy, en cierta medida, visible. Aquí la
gente me ha leído; me han leído hasta tal
punto que me interrogan severamente
sobre relatos que yo he olvidado por
completo. Me preguntan por qué Fulano
guardaba silencio antes de contestar, y
yo me pregunto de qué Fulano se trataba,
por qué guardaba silencio, qué contestó.
Dudo si decirles la verdad. Digo que
Fulano guardaba silencio antes de
contestar porque generalmente uno
guarda silencio antes de contestar. Y, sin
embargo, todas estas cosas me han
hecho feliz. Creo que ustedes se
equivocan totalmente si admiran (me
pregunto si es así) mi literatura. Pero lo
considero un error muy generoso. Creo
que uno debería tratar de creer en las
cosas, aunque las cosas acaben
defraudándonos.
Si ahora bromeo, lo hago porque
siento algo en mi interior. Estoy
bromeando porque siento lo que esto
significa para mí. Sé qué recordaré esta
noche. Y me preguntaré: «¿Por qué no
dije lo que tenía que decir? ¿Por qué no
dije lo que han significado para mí estos
meses en Estados Unidos, lo que tantos
amigos conocidos y desconocidos han
significado para mí?». Pero supongo
que, en cierta medida, les llega mi
emoción.
Me han pedido que diga algunos
versos míos, así que voy a recordar un
soneto, el soneto sobre Spinoza. El
hecho de que muchos de ustedes no
sepan español mejorará el soneto. Como
he dicho, el significado no es
importante: lo que importa es cierta
música, cierta manera de decir las
cosas. Quizá, incluso si la música falta,
ustedes la sientan. O, mejor, puesto que
sé que son tan amables, la inventen por
mí.
Y ahora pasemos al soneto,
«Spinoza»:
traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
tarde que muere es miedo y frío.
Las tardes a las tardes son iguales).
manos y el espacio de jacinto
palidece en el confín del Ghetto
no existen para el hombre quieto
está soñando un claro laberinto.
lo turba la fama, ese reflejo
sueños en el sueño de otro espejo,
el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito,
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquél que es todas Sus estrellas. 




El libro recomendado de la semana es

Borges y la Cábala. La búsqueda del Verbo, de Saúl Sosnowski, Ed. Modesto Rimba, Bs. As, 2017. 




Se trata de la reedición de un valioso trabajo académico (agotadísimo durante años) aparecido por primera vez hace cuatro décadas bajo el nombre Borges y la Cábala: la búsqueda del verbo, que, por suerte, gracias a esta nueva editorial argentina llamada Modesto Rimba, podemos leer. 

Saúl Sosnowski, quien estuvo recientemente en Buenos Aires, en la Feria del Libro, presentándolo, es PhD, profesor de Literatura y Cultura Latinoamericana de la Universidad de Maryland, College Park, entre otros, y el fundador y director de Hispamérica, revista de literatura que está en su 46° año de publicación consecutiva.

Este trabajo echa luz respecto de los profundos vínculos entre Borges y la Cábala, aproximación mística al judaísmo surgida a partir del siglo XII en Europa. A través de aquella metodología y  procedimientos hermenéuticos, Borges trasfunde parcialmente esos conocimientos esotéricos en varios de sus cuentos y poemas. 
Con prólogo de Beatriz Sarlo (aquí abajo, copiamos-pegamos parte del texto de contratapa firmado por ella) y por primera vez, también en este volumen, la entrevista completa que el profesor Sosnowski le realizó a Borges el 4 de agosto de 1974 en el departamento de la calle Maipú, en Buenos Aires.


En Borges y La Cábala. En búsqueda del verbo, Sosnowski analiza esta relación a la vez que revela claves y apreciaciones que enriquecen la lectura de la obra borgeana. Como bien resume Beatriz Sarlo “Sosnowski está convencido de que el interés de Borges por la Cábala no es teológico. La Cábala le parece un modelo interpretativo y una posibilidad ficcional. El borgeano interés por las “lenguas imaginarias” se sostiene en la confianza de que cada palabra y cada letra son significativas, un oculto y descifrable secreto nunca capturado para siempre sino extendido en un tiempo infinito de interpretaciones y en una capacidad ilimitada para capturar todos los reflejos del mundo presente y futuro. La Cábala es una utopía (esperanzadora y desesperada a la vez) de los significados”.


La Yapa Dos links (tres en realidad, porque aquí inmediatamente arriba, añadí el link de la ed. Modesto Rimba). 

Uno, donde podremos escuchar en la particular y única voz de Borges cada una de las seis conferencias dadas entre 1967 y 1968 en Harvard. 


Dos, el link del sitio de la escritora Luisa Valenzuela, quien presentó junto al autor (ambos en las fotos) esta obra en la reciente Feria del Libro de Buenos Aires:

https://www.luisavalenzuela.com/feria-del-libro-luisa-en-la-presentacion-de-borges-y-la-cabala-de-saul-sosnowski/



Nuestro cadáver exquisito 2017 dice así:

Mientras la esdrújula cabalga grave
inviernos de ceniza
esperanzas y desiertos.
Hay días en que no se comprende
"las rebanadas de pan
ni el canto de los pájaros".
El pensamiento
ese misterio que nos concentra
allá en el Sur
donde los atardeceres
espiaron su jardín tantas veces. 


¡Nos deseo muy buena semana poética!



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