miércoles, 20 de abril de 2016

Clase N° 1/año 3 - jueves 14 de abril 2016


La pregunta sencilla, básica, para esta primera clase es preguntarnos, mirándonos: ¿qué nos une hoy?
Nos une aquí lo binario, dos palabras abisagradas: emoción y pasión, y dos verbos únicos, sólo característicos del animal humano: leer & escribir.
Remontémonos al fogón de nuestros ancestros de hace miles de años, aquel destello de vida en la oscuridad que al bajar el sol comenzaba a congregar el calor humano para exorcizar el miedo, el frío, la soledad, la angustia. Aquel fogón en el que siempre primero se escuchaba con atención, porque allí estaba el lugar de las enseñanzas, de la experiencia, de la sabiduría, de la emoción. El escuchar no nos distingue, pero sí el saber escuchar para aprender, para deleitarnos. 


Para ser escritores –como nos dice siempre Borges –, debemos primero ser lectores. Leer es por cierto una continuación en solitario de aquella ancestral práctica del fogón. ¿Y por qué leemos? Por un montón de razones, las mismas que las del fogón: conocer historias, vivir otras vidas, mejorar nuestra realidad, para saber del otro, para disfrutar de la palabra, vivirla nuevamente haciéndola carne en nosotros.
En el principio fue el verbo, nos dicen los textos sacros. Pero, ¿qué es ese verbo? En latín verbum significa “palabra”. Y nuestra palabra importante es la palabra de palabras: el verbo, la acción. Así comenzamos a hablar en este bendito planeta azul, describiendo nuestras acciones, decodificando las que nos cuentan los otros. Y luego levantamos la vista para encontrar lo que no existe y crearlo: un sinónimo de esa acción, una nueva palabra que traerá la estela de un nuevo significado más el residuo del significado de la palabra anterior. 
Un poema es una emoción contada, lo digo y repito siempre para que no lo perdamos de vista. Toda escritura conlleva una emoción.
Del latín emotio, la emoción es la variación profunda pero efímera del ánimo, que puede ser agradable o penosa y presentarse junto a cierta conmoción somática.
Desde lo orgánico, las emociones son reacciones psicofisiológicas que representan modos de adaptación a ciertos estímulos del individuo cuando percibe un objeto, persona, lugar, suceso o recuerdo importante. Es un sentimiento muy intenso de alegría o tristeza producido por un hecho, una idea, un recuerdo, etc. Mediante esa emoción, el ánimo se altera, producto de un sentimiento de este tipo.
Señala la Real Academia Española (RAE) en su diccionario: constituye un interés repleto de expectativa con que se participa en algo que está sucediendo.
Y respecto de la pasión (del latín, patior, que significa sufrir o sentir) es una especial clase de emoción definida como un sentimiento muy fuerte hacia una persona, tema, idea u objeto. Así, la pasión es una emoción intensa que engloba el entusiasmo o deseo por algo. El término también se aplica a menudo a un vivo interés o admiración por una propuesta, causa, actividad y otros. Se dice que a una persona le apasiona algo cuando establece una fuerte afinidad.
Durante muchísimo tiempo la oralidad fue la única forma de trasmitir historias, y aún hoy mucho de lo escrito se basa en esa tradición oral. Luego llega la escritura, y después la lectura, tal y como la entendemos ahora. La lectura de textos escritos es, pues, la última fase en este proceso comunicativo de nuestra especie. Frente a lo escrito, sentimos de dos maneras: con extrañeza o con identificación. Leemos y escribimos porque necesitamos el vínculo con la palabra. Somos palabra.
Un legado maravilloso que viene de la experiencia, de la creatividad o de la imaginación de otro ser humano que, como aquella primera célula solitaria, buscaba y busca a su alrededor con quién comunicarse y aprender a sobrevivir y perdurar.
¿Qué es lo que queremos como lectores? Que la lectura nos atrape. ¿Qué es lo que quisiéramos como escritores? Atrapar al lector, encantándolo con lo que contamos. Nuestra consigna es y será siempre conseguir atrapar al lector.
Les voy a leer uno de los cuentos de Las mil noches y una noche, que dice así:
“Cuentan, pero Alá sabe más, que hace algún tiempo cierto sultán cabalgaba hacia La Meca con su séquito, y en el trayecto se encontró a un decrépito asceta que plantaba una palmera a la orilla del camino. El sultán desmontó, y se dirigió a él en estos términos:
Pero, viejo, ¡usted ya es un anciano! Ya no alcanzará a ver crecer este joven árbol, menos a saborear sus dulces frutos.
A lo que el viejo, impasible, le respondió:
–Plantaron, y comimos. Plantemos, para que coman.
El sultán se admiró de tan grande generosidad y le entregó cien monedas de plata, que el anciano tomó haciendo una zalema, y luego dijo:
–¿Has visto, ¡oh, rey!, cuán pronto ha dado fruto la palmera?
Más y más asombrado, el sultán, al ver cómo el ingenioso viejo tenía sabia salida para todo, le entrega otras cien monedas. Éste las besa y luego contesta prontamente:
-¡Oh, sultán!, lo más extraordinario de todo es que generalmente una palmera sólo da fruto una vez al año y la mía me ha dado dos en menos de una hora.
Maravillado está el sultán con esta nueva salida, ríe y exclama dirigiéndose a sus acompañantes:
-¡Vámonos! ¡Vámonos pronto! Si nos quedamos aquí más tiempo, este buen hombre se quedará con mi bolsa a fuerza de ingenio”.


Este tipo de cuentos atrapa al lector.  

Pero, ¿desde dónde se lo atrapa?


Primeramente, desde el sonido. La música es lo más cercano al poema. Algunos incluso llegan a decir que la poesía no es parte de la literatura, por tanta cercanía con las artes plásticas y la música. Los denominados géneros literarios ya no son compartimentos estancos, nos sirven hoy por hoy sólo formalmente, son como los estantes de una biblioteca. Pero hay algo que es insoslayable: los escritores que vienen desde la poesía y arriban –quizá por una cuestión de exigencia del mercado editorial– a la prosa, trabajan el texto desde otro lugar, uno mucho más elaborado, cuidando de esa particular musicalidad y un especial burilado de la palabra.

Seamos entonces artesanos, aprendamos a burilar. Porque mientras escribimos –sobre todo poesía– descubrimos quiénes somos.

Desde los libros, cualquiera sea el formato libro en que leamos, nos hacemos amigos de los escritores, que nos atrapan con sus relatos. Cada uno tiene su forma de atrapar la realidad.

La consigna para el taller de este año es el hallazgo de la poesía en la narrativa.

En ese sentido, comenzaremos leyendo un cuento de Silvina Ocampo, nuestra gran escritora argentina del siglo XX, que resemantiza, brinda un nuevo significado al mito de Ulises, el viajero eterno. Primeramente, les recuerdo qué es un cuento: es una narración atravesada por un conflicto. Y veremos que respecto de los temas, desde la noche de los primeros tiempos literarios, son siempre los mismos.

Ulises

Ulises fue compañero mío, en la escuela, cuando pasé del jardín de infantes a primer grado. Tenía seis años, uno menos que yo, pero parecía mucho mayor; la cara cubierta de arrugas (tal vez porque hacía muecas), dos o tres canas, los ojos hinchados, dos muelas postizas y anteojos para leer, lo convertían en un viejo. Yo lo quería porque era inteligente y conocía muchos juegos, canciones y secretos que sólo saben las personas mayores. La maestra no sentía por él ninguna simpatía; decía que era muy consentido y mentiroso; yo sé que un día
lo encontró fumando en la calle, y sospecho que ésta era la verdadera causa de su desaprobación. Aunque yo pensara que mi maestra era demasiado severa, debí reconocer a la larga que Ulises contaba cosas muy extrañas, que no parecían ciertas, y llegué en algún momento a creer que en efecto era lo que vulgarmente se llama un mentiroso. A mediodía, pues asistíamos al turno de la mañana, iba a buscarlo a la escuela una mujer distinta o que me parecía distinta; poco a poco fui individualizando a cada una de estas mujeres, que en definitiva eran tres. Supe que se trataba de las trillizas Barilari, que lo habían adoptado. Las trillizas tenían setenta años, pero entre los trillizos hay uno que es mayor y otro menor. Yo imaginé que la mayor era una que parecía una jirafa, no sólo por el porte sino por la manera de mover el cuello y la lengua, y no me equivoqué. Otra, que debía de ser la segunda, era de estatura mediana y muy menuda. La menor era una mezcla de las otras dos, pero más ágil. Las tres eran alegres y tarareaban alguna canción en boga, cuando esperaban a Ulises en la puerta de la escuela, aunque lloviera, hiciera mucho frío o calor sofocante. Solían comprar chupetines y cubanitos a los vendedores que merodeaban para tentar a los niños con las golosinas.
—¿Son buenas tus tías? —le pregunté un día a Ulises—.
—Son bulliciosas —me contestó—. No lo creerás. Acabo el día casi siempre con dolor de cabeza, por eso uso anteojos (no porque tenga astigmatismo, como dicen ellas). Además, rompen todo, porque andan a los golpes saltando como cabras por la casa. A veces me encierro en el cuarto de baño para no oírlas. Pero cuando me encierro es peor, porque vienen a golpear la puerta y me gritan por turno:
¿Qué hacés, qué hacés, Ulisito? ¿Vas a terminar? Ya te dije que no te encerraras con llave. ¿Acaso sos un viejo?". Cuando no les abro la puerta en seguida, las oigo que lloran y que lloran, y cuando les abro, no porque me den lástima sino porque me aburren, descubro que lloran en broma. A veces les digo:
"Un día las voy a matar". Se matan de risa las tres. Parece que les hicieran cosquillas. Después de todo, no me preocupo porque son locas, aunque digan que soy yo el loco. De noche me desvelo de tanto oír decir: "Si no te dormís vas a tener cara de viejo". Termino por no dormir. Entonces me levanto y en puntillas entro en el cuarto de la Laucha —así llamaba a la menor de las trillizas— y le robo de la mesa de luz un somnífero asqueroso.
—¿Qué es un somnífero? —pregunté.
—Una droga que hace dormir ¿qué va a ser?
 —¿Qué es una droga?—.
—Buscá en el diccionario. No soy maestro.
Este diálogo no parece que pudiera existir entre un niño de siete años y otro de seis, pero en mi memoria así ha quedado grabado y si los términos en que nos expresábamos no eran exactamente los mismos, el sentido que queríamos dar a nuestras palabras era exactamente el mismo. Naturalmente que el que hablaba todo el tiempo era Ulises, yo simplemente hacía preguntas o comentarios sobre lo que él me decía.
Ya pasado el invierno Ulises parecía mucho más demacrado que mis otros compañeros. Yo sabía que los niños que viven encerrados en sus casas, en invierno, que madrugan para ir al colegio, que salen de sus casas sin haberse desayunado porque vuelcan la mitad de la leche sobre la mesa o sobre el delantal (lo que es peor), se adelgazan y parecen enfermos a veces. Ulises no parecía enfermo sino muerto.
Me invitó a su casa para el día de su cumpleaños. Nadie le había regalado nada. ¿Juguetes? ¿Quién se los iba a regalar? ¿Libros? Los habría leído todos.
¿Bombones? No le gustaba ninguno. El único regalo que recibió fue el que yo le llevé: una docena de pañuelos. Dicen que no hay que regalar pañuelos porque son lágrimas, pero yo no hice caso y se los regalé. Aquel día me hizo confidencias: me dijo que estaba cansado de ser como era, que iría a consultar a una adivina que vivía en un lugar bastante retirado, que en su casa diría que saldría conmigo y que lo ideal sería que esto no fuese mentira. Después de pensarlo mucho resolví acompañarlo. Yo dije a mis padres que pasaría la tarde en la plaza, con Ulises, y que las trillizas Barilari irían a buscarnos. Ulises dijo a las trillizas que mis padres irían a buscarnos y como no se conocían no podían averiguar que esto no era verdad. En el camino me habló de la sibila Artemisa, de la sibila Eritrea, de la sibila Cumea, de la Amaltea y de la Helespóntica: conocí los oráculos de cada una. Yo no entendía nada de todo ese palabrerío y me parecía que estaba delirando, pero después comprendí que él había consultado un libro titulado Práctica Curiosa o Los oráculos de las Sibilas. En este libro, me lo explicaron mucho tiempo después, había listas de preguntas y de Sibilas con un acertijo de números en que uno podía buscar una contestación adecuada, según la suerte, a cada pregunta. El único inconveniente que había era que las preguntas no eran las que suelen hacer los niños, de modo que en su mundo, por más viejo que Ulises se sintiera, no existía la zozobra ni el interés por consultar algunas cosas. Durante mucho tiempo Ulises empleó ese libro como entretenimiento, luego como libro de consulta, que desechó casi inmediatamente, para ir en busca de lo que era para él una verdadera adivina.
Caminábamos en busca de la casa de Madame Saporiti, la adivina. De vez en cuando Ulises buscaba en el bolsillo un papelito doblado, lo consultaba y volvía a guardarlo. Se detenía de pronto, como si hubiera perdido algo, buscaba de nuevo en el bolsillo y sacaba un pañuelo atado por las cuatro puntas, lo desanudaba, contaba el dinero que tenía adentro, luego volvía a guardar el pañuelo después de anudar sus puntas, con el dinero adentro. Caminábamos ligero, pero no sentíamos el cansancio ni la tentación de demorarnos en el camino mirando los escaparates o los carritos de los vendedores de golosinas. En un abrir y cerrar de ojos, llegamos a la casa de la adivina. Un diminuto jardín, que parecía rodear la tumba de un cementerio, adornaba el frente de la casa.

Abrimos el portón, que no medía más de diez centímetros de alto, y tocamos el timbre, con emoción. Al cabo de un largo rato, con mucho ruido y mucha dificultad, nos abrieron la puerta. Madame Saporiti en persona nos hizo pasar.
Estaba vestida de entrecasa con un batón de frisa color solferino; en la cabeza llevaba puesto un tul azul eléctrico. Era de mediana estatura, pero corpulenta y empolvada. La seguimos por un corredor oscuro, a la sala, donde nos dejó esperando. Pasada la primera emoción miramos los detalles del cuarto. Nos reímos. Todos los muebles que había en ese cuarto estaban envueltos en forros de celofán: la araña, en primer término, después venía el piano perpendicular, después una estatua que parecía un fantasma y finalmente una caja que parecía de música y todos los sillones y las mesas. Los forros brillaban y dejaban entrever la forma y el color de cada objeto. Nos pusimos a reír. Nunca habíamos visto una casa como esa. Cuando Madame Saporiti vino a atendernos, nos dijo con tono severo:
—Parece que no les gusta mi casa.
—¿Por qué?
—Porque yo me doy cuenta de todo y aunque no hablen adivino lo que están pensando.
Madame Saporiti nos hizo pasar a su dormitorio.
—¿Cuál de ustedes es el que quiere que le adivine la suerte?. Me llamaron muy temprano esta mañana por teléfono. Se ve que tienen mucho interés en conocer el porvenir. ¿Cuál de ustedes es...?.
—Soy yo —dijo Ulises, comiéndose una uña—.
Madame Saporiti se sentó y buscó en un cajón las barajas.
—Este es el grand taraud.
Dispuso los naipes sobre la mesa, en fila: Ulises tuvo que tapar todos los naipes de la fila con otros naipes que ella le dio a elegir. A medida que Madame Saporiti disponía de modo diferente los naipes sobre la mesa, iba prediciendo el porvenir; todos los inconvenientes que Ulises tenía en su casa, iba enumerándolos como si yo se los hubiera contado. Le habló de su desdicha, que consistía en parecer un viejito. La ceremonia de las cartas duró una hora.
Cuando terminó, Ulises, que había perdido toda su timidez, preguntó:
—¿No tendría un filtro?
—¿Para qué? —preguntó asombrada Madame Saporiti—.
—Para dejar de ser viejo —contestó Ulises—. Se lo voy a pagar.
—No hablemos de eso. No hay filtros para niños —dijo Madame Saporiti—.
—Como no soy un niño, eso no importa.
—Tienes razón —respondió Madame Saporiti—. Te prepararé un filtro, ya que lo pides, pero saldrá un poco costoso.
Ulises sacó del bolsillo el pañuelo, desanudó las puntas, mostró el dinero e interrogó:
—¿Esto alcanza?
Madame Saporiti con el dedo mayor apartó las monedas de diez pesos, que eran muchas y respondió:
—Creo que sí.
En el cuarto contiguo alguien tocaba el piano. Aquella música me dio un poco de sueño y me dormí. ¿Cómo Madame Saporiti preparó el filtro? ¿Cómo Ulises lo bebió? No sé. Me despertó el ruido del vaso de vidrio sobre el plato de porcelana, que Madame Saporiti puso cuidadosamente sobre la mesa. Contemplé a Ulises, con asombro. No parecía el mismo. Su tez pálida se tornaba rosada, sus ojos brillaban y miraban nerviosamente de un lado a otro, como los de cualquier niño travieso. Pero no era ese el Ulises que yo quería, tan superior a mí y a mis compañeros de escuela.
Salimos de la casa de Madame Saporiti corriendo. En el camino nos detuvimos a mirar los escaparates y en una frutería robamos dos naranjas.
Caminábamos, o corríamos más bien dicho, como si tuviéramos alas. Pero yo pensaba en Ulises, el que había dejado de ver en la casa de la adivina, como si hubiera muerto.
Cuando llegamos a la casa de las trillizas, le pregunté a Ulises:
—¿No nos van a retar?
—No tienen tiempo de ocuparse de nosotros. Son muy frívolas
—respondió Ulises—.
En cuanto tocamos el timbre, una de ellas, la Jirafa, vino a abrirnos. Si Ulises no era el mismo, la Jirafa tampoco era la misma: había sufrido una transformación contraria. Había perdido el aire jovial que la mantenía joven, a pesar de su edad.
—¿Dónde fuiste? —preguntó—. ¿Por qué volvieron tan tarde?. Nosotras aquí esperando y esperando. Esto no es vida.
Entraron en la habitación donde las otras dos hermanas estaban tejiendo.
Tenían puestos anteojos negros y temblaban tanto que no podían tejer.
Las dos gritaron al mismo tiempo:
—¿De dónde vienen? ¿Qué has hecho, Ulisito?. Nunca te vi tan lindo y con ese color tan rosado en las mejillas. Ya no parecés un viejo. Te llamaremos Niñito, como las vecinas a sus hijos; pero ¿dónde fuiste? ¿Qué has hecho?.
—Fui a ver a una adivina.
—¡Ave María!
—Y me dio un filtro: el filtro de la juventud, así lo llama.
—¿Y dónde vive esa adivina?
Ulises sacó inocentemente de su bolsillo el papelito, con la dirección de la adivina. Una de las trillizas se lo arrebató.
—Iremos a verla —dijeron las tres a coro—. Iremos mañana mismo.
Al día siguiente fui de visita a casa de Ulises. Cuando llegué las trillizas no habían vuelto del consultorio de la adivina. Ulises de pronto se puso triste y viejo. "Qué suerte" pensé, "otra vez reconozco a mi amigo, con su inteligente cara arrugada." Sentí ganas de abrazarlo y decirle: "No cambies". Me miraba con desconfianza. Cuando llegaron las trillizas saltando con una peluca en la mano, resolví irme, pero no me dejaron y me dieron mil besos y me acariciaron. Se probaron la peluca, me consultaron, rieron. En ronda bailaron alrededor de Ulises, cantando "Aquí está el viejo, aquí está el viejo".
Al día siguiente Ulises fue en busca del filtro y volvió a parecer joven y las viejas a parecer viejas. Y al día siguiente las viejas fueron en busca del filtro y parecieron jóvenes y Ulises viejo. Le aconsejé que se quedara como estaba, porque ya no le alcanzaba la plata para comprar los filtros. Me hizo caso. Además sabía que yo naturalmente lo prefería arrugadito y preocupado”.



Y por hoy, dejamos aquí. Recuerden que pueden subir sus textos al blog.

La tarea -si quieren hacerla- es realizar un texto, que podría ser en un poema, una prosa poética o una prosa donde exprese desde la visión de una niña o un niño un hecho específico. Y comenzaremos la clase próxima leyendo esos textos de ustedes. 

Les pido que lean, o relean para quienes lo conocen, el poema Ítaca del gran poeta griego Constantin Kavafis, que copio y pego aquí: 


Cuando te encuentres de camino a Ítaca, 
desea que sea largo el camino, 
lleno de aventuras, lleno de conocimientos. 
A los Lestrigones y a los Cíclopes, 
al enojado Poseidón no temas,
tales en tu camino nunca encontrarás, 
si mantienes tu pensamiento elevado
, y selecta 
emoción tu espíritu y tu cuerpo tienta. 
A los Lestrigones y a los Cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás, 
si no los llevas dentro de tu alma, 
si tu alma no los coloca ante ti.
Desea que sea largo el camino. 
Que sean muchas las mañanas estivales 
en que con qué alegría, con qué gozo 
arribes a puertos nunca antes vistos, 
deténte en los emporios fenicios, 
y adquiere mercancías preciosas, 
nácares y corales, ámbar y ébano, 
y perfumes sensuales de todo tipo, 
cuántos más perfumes sensuales puedas, 
ve a ciudades de Egipto, a muchas, 
aprende y aprende de los instruidos.
Ten siempre en tu mente a Ítaca. 
La llegada allí es tu destino. 
Pero no apresures tu viaje en absoluto. 
Mejor que dure muchos años, 
y ya anciano recales en la isla, 
rico con cuanto ganaste en el camino, 
sin esperar que te dé riquezas Ítaca.
Ítaca te dio el bello viaje. 
Sin ella no habrías emprendido el camino. 
Pero no tiene más que darte.
Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó. 
Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia,
comprenderás ya qué significan las Ítacas.


Los temas a trabajar son los de este cuento que vimos: la vejez / la voz / el paso del tiempo / el tiempo mismo / el hombre como viajero eterno / la resemantización del mito de Ulises. 


¡Hasta el próximo encuentro!



1 comentario:

  1. El niño que escribe desde el cielo, por Gabriel Cherulñec

    Mi hogar tiene una sola puerta y una sola ventana. La puerta está siempre cerrada y la ventana no se puede abrir.

    Esto no me preocupaba, cuando era más chico, pero ahora, que tengo 10 años, me estoy haciendo muchas preguntas.

    Mi papá me decía que afuera está el espacio exterior, que no hay aire para respirar y que la temperatura es tan baja, que en pocos segundos quedaríamos congelados.

    Antes pasaba todo el tiempo con ellos, mis padres. Me enseñaron a hablar, a moverme por nuestro hogar, y a cuidar de mis dos hermanitos, que nacieron después. Pero ahora estoy yendo a la escuela. Bueno, eso de ir es una forma de decir, porque nunca salí de nuestro hogar.

    Vivimos en un gran cilindro dividido en segmentos circulares. En el medio del cilindro hay una escala que va de una punta a la otra, por la cual nos desplazamos para entrar a cada uno de los segmentos. Dos los usamos de dormitorios, otro de cocina, uno para el baño y otro para el trabajo de mis padres y la escuela.

    Para ir a la escuela me tengo que sentar en un pupitre y ponerme un casco de VR. Con el casco puesto, aparezco en una habitación llena de pupitres donde otros chicos, que viven en otros cilindros, participan de las clases. Creo que la maestra es la única que realmente está ahí, porque se puede desplazar por toda el aula y acercarse a cada uno, mientras que nosotros apenas podemos girar la cabeza, mover los brazos, leer y escribir. Luego de las clases, me quito el casco y hago la tarea, o ayudo a mamá con la comida, la limpieza y el orden de nuestro hogar.

    En la escuela aprendo matemáticas, lengua, historia, biología, computación y geografía. La maestra nos dijo que “geografía” es una palabra antigua, referida a la Tierra, pero que ahora está hecha para enseñarnos donde vivimos y cómo mantener vivo nuestro hogar.

    Así que aprendí que mi casa es un largo cilindro de aluminio de cuarenta metros de largo con bases semi esféricas de 10 metros de diámetro, y está flotando en el espacio, a 800 kilómetros de la Tierra, rodeado de otros cilindros semejantes. Cada uno tiene su propia fuente de energía, una combinación de generador nuclear y pantallas solares. Algunos están unidos de a pares o de a cuatro por medio de largos cables, y giran sobre un eje imaginario para que podamos sentir algo que mis padres llaman “la fuerza de la gravedad”, que no sé bien qué es. En el medio de esta nube de cilindros hay una construcción más grande, que está asentada sobre una enorme roca metálica, y todos viajamos juntos alrededor de la Tierra, sin parar, desde hace varios años.

    Algunas personas pueden moverse entre cilindro y cilindro o hacia la base central usando trajes espaciales y pequeños transportes. Mi papá viaja seguido. Cada vez que sale es un acontecimiento, y mi mamá se preocupa mucho.

    Papá me dijo que cuando sea más grande podré viajar también. Me paso los días esperando que llegue ese momento. Me gustaría poder tocar a mis compañeros de clase y a otras personas que conocí a través de mis padres.

    Desde la pequeña escotilla sólo se ve negro, algunas estrellas, otros cilindros, y, cada 40 minutos, vemos a la Tierra, nuestro antiguo hogar.

    Papá dice que no podemos bajar a la Tierra porque todavía “está ardiendo”. No sé lo que quiere decir con eso. Y no me imagino cómo es vivir allí. Vi muchas películas y documentales pero no logro imaginarme cómo es vivir fuera de una casa, en el espacio abierto.

    Pero cada vez que mi papá me habla de la Tierra, por las noches, sueño que camino por un terreno plano y que arriba, no hay techo. Y siento mucho miedo.




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