LA POÉTICA A LA
ORILLA DEL RÍO
JUAN ELE ORTIZ
Recordemos
que ahora podemos escuchar y leer la clase. Los Abordajes poéticos pueden
escucharse online los días jueves de 18 a 19 hs, horario de la Argentina, vía
streaming, por www.onradio.com.ar
Este
es el link donde podremos escucharla completa, con la participación de sus
integrantes.
Y
añado aquí sólo unos pocos materiales, vinculados.
Arriba, la portada de las Obras Completas publicadas por la UNL. Abajo, los dos Juanes, Juan Ele con Juan José Saer.
Juan Laurentino Ortiz es un poeta argentino, nuestro Walt Whitman. Lo llamaban
Juan Ele.
Nacido en Puerto Ruiz, Departamento de Gualeguay, Provincia de Entre Ríos,
11 de junio de 1896 y fallecido
el 2 de septiembre de 1978, en Paraná. Pasó su infancia en las selvas de
Montiel, un paisaje que marcó su poesía para siempre.
Naturaleza, poesía, libertad, unidad,
justicia: las preocupaciones que absorbían a Juan L. Ortiz. No le interesaba
distraerse en conquistar reconocimientos y aplausos.
La naturaleza es el tema preponderante de
En el aura del sauce. Al señalarse la originalidad de la cosmovisión que
manifiestan sus versos, la crítica empleó el término “místico”, y estudió las
influencias religiosas, filosóficas y poéticas de Oriente.
Empleaba el vocablo “paisaje” para
referirse al ámbito físico y espiritual, inseparable de su poesía y de su vida.
Es preferible hablar de “naturaleza”, pues este último término conlleva
connotaciones filosóficas y religiosas.
Por un lado, Juan L. Ortiz se reconoce
integrado a una tradición poética universal. Pero también encuentra puntos en
común con la poesía entrerriana, en la que, ya se sabe, predomina la lírica, y
el paisaje es protagonista.
Realizó estudios de Filosofía y vivió
un corto tiempo en Buenos Aires. Allí participó de la bohemia literaria de los
años ´20. Volvió pronto a su provincia.
Aunque integró movimientos políticos,
entre otros un comité de solidaridad con la República durante la guerra civil
que dividió a España en los años ´30, vivió aislado del ambiente cultural de la
capital argentina; sólo viajó una vez al exterior, invitado por el gobierno de
China comunista.
La leyenda de su figura alta, flaca,
concentrada en la observación del paisaje fluvial, trascendió más que su
extensa obra, de una "espléndida monotonía", en la que identifica su
espíritu con el paisaje que lo rodeó durante toda su vida.
Juanele, como comenzó a llamárselo en
los círculos literarios de la capital, fumaba en largas boquillas de caña y
publicaba sus poemas, de versos extensos, en libros de tipografía minúscula,
cuidando hasta el extremo todos los aspectos de la edición, característica que
tiende a ser respetada en las ediciones actuales.
Los simbolistas franceses y la poesía
oriental influyeron en su obra,
caracterizada por la delicadeza y la disposición contemplativa, que alude
siempre al río, los árboles, las inundaciones, los cambios climáticos, sin
eludir la historia social de su provincia natal (sede de importantes
frigoríficos desde comienzos del siglo XX), mostrando siempre una especial
sensibilidad por el drama de la pobreza y, en particular, por los niños que la
sufren en su inocencia.
Un largo poema suyo, "El
Gualeguay", es a la vez una narración del paisaje y de los sucesos
históricos y económicos que se produjeron en las riberas de uno de los ríos de
la provincia.
Ortiz murió en la ciudad de Paraná. La
tensión de su obra entre la comunión con el paisaje y el conflicto social
fue magníficamente descrita por el propio autor en estos versos: No olvidéis
que la poesía, / si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva, / es asimismo,
o acaso sobre todo, la intemperie sin fin, / cruzada o crucificada, si queréis,
por los llamados sin fin / y tendida humildemente, humildemente, para el
invento del amor...
Está bien lejos de meramente describir un paisaje. Apenas si
se apoya suavemente en él, podría decirse, y lo hace penetrando en su corazón y
transformándolo en poema. Una poesía de
luminosa espiritualidad donde convive su decir siempre delicado y leve con una
infinita piedad hacia la condición humana.
Para que su poética sea a la vez completamente localista y absolutamente
universal, Juan L. Ortiz no necesitó viajar demasiado a lo largo de su vida. El
complejo recorrido por sus senderos interiores, poblados de "cielos que se
cerraban sobre un monte lleno de largos brazos negros y miradas lívidas"
que había comenzado en Gualeguay, continuó en Mojones Norte, enclavado en plena
selva de Montiel donde su padre fue capataz de estancia, continuó luego en
Villaguay para regresar, a los diez años, a su amada Gualeguay.
Su formación literaria estuvo vinculada con: Rilke, Juan
Ramón Jiménez, Antonio Machado, Mallarmé, Pound, Eliot, Maeterlinck, Tolstoi,
entre una lista interminable de autores, quienes fueron sus inseparables
compañeros junto al transcurrir del río Gualeguay. No obstante, o precisamente
por ello, su primer libro El agua y la
noche, selección de poemas manuscritos, apareció recién en 1933, gracias a
la insistencia de Córdoba Iturburu, César Tiempo y, especialmente, de su gran
amigo Carlos Mastronardi.
Prólogo de Juan José Saer
Es cierto
lo que dice Eliot que los libros para los que escribiríamos de buena gana un
prólogo son justamente aquéllos que no lo necesitan. Pero es cierto también que
un escrito, por corto que sea, aumenta, para quien lo emprende, la proximidad
de aquello que se dispone a evocar. Escribir sobre algo es intimar con ello,
precisando, no únicamente los aspectos intelectuales del objeto sino también, y
sobre todo, los emocionales. Es pasar un momento intenso, como se dice, más
espeso que la vida, con el asunto que se trata. Y no es que Juan no esté
siempre presenten nuestra admiración y en nuestro afecto, pero lo está como lo
están las cosas de b memoria, disperso y fragmentario, once años después de su
muerte que ocurrió, como es sabido, en un
momento terrible de nuestra historia, en el que casi todos sus amigos
estaban desparramados por el mundo. La obra de Juan L Ortiz no necesita —ni
nunca necesitó— magia prólogo para destocar su evidencia, pero en cambio yo,
que estoy escribiéndolo, puedo gozar de b presencia acrecentada de su autor
gracias a la mediación de lo escrito.
Probablemente, lo primero que llama la atención en esa obra es su
autonomía —idioma dentro del idioma, estado dentro del estado, cosmos dentro
del cosmos, toda obra literaria se caracteriza por la coherencia de sus leyes
internas y la poesía de Juan L. Ortiz no escapa a esa regla—. Como lo he
observado alguna vez a propósito de la prosa de Antonio Di Benedetto, puede
decirse que también la poesía de Juan es reconocible aún a primera vista por su
distribución en la página, por sus preferencias tipográficas, por la extensión
de sus versos, por el ritmo de sus blancos, o por la peculiaridad de su puntuación.
Esa intención de significar a través de todos los aspectos de la construcción
poética hasta darle al conjunto de la obra la forma inequívoca de un objeto
bien diferenciado en el plano de la lengua y en el del pensamiento, da como
resultado una evolución constante de su poesía que, a partir de los primeros
intentos post-simbolistas, desembocan en un uso sutil de la alusión, de la
multiplicidad de connotaciones, de la combinación de la lengua coloquial y de
la lengua literaria y, sobre todo, de una forma poco utilizada en la poesía
argentina, que podríamos definir como una lírica narrativa. En este sentido,
ciertas cumbres de su obra, como "Gualeguay" o "Las colinas",
se inscriben con naturalidad en la tradición más fecunda de nuestra literatura,
la que desde 1845, con la aparición de Facundo, ha hecho de la evolución de los
géneros o de su transgresión liberadora, su aporte más original a la literatura
de nuestro idioma.
La
autonomía de Juan no ha sido únicamente un hecho artístico, sino también un
estilo de vida, una preparación interna al trabajo poético, una moral.
Retrospectivamente también es posible percibir una estrategia cultural en su
independencia que no sólo lo mantenía aislado de los grupos políticos y de los
círculos literarios, de los pasillos aterciopelados de la cultura oficial, sino
también del circuito comercial de la literatura y de los criterios adocenados
de escritura y de impresión, que lo incitaron a convertirse en su propio editor
y en su propio distribuidor. El costo de esa actitud en aislamiento, en
pobreza, en oscuridad, sólo puede ser pagado sin vacilaciones por aquéllos que
conocen, gracias a la fineza de sus intuiciones, el tiempo propio de la
cultura, la evidencia lenta de sus aportes originales de la que es condición
necesaria, como lo afirma Proust, "la singular vida espiritual de un escritor
obsesionado por realidades especiales cuya inspiración es la medida en la que
tiene la visión de esas realidades, su talento la medida en la que puede
recrearlas en su obra, y, finalmente, su moralidad el instinto que,
induciéndolo a considerarlas bajo un aspecto de eternidad (por particulares que
esas realidades puedan parecernos) lo empuja a sacrificar a la necesidad de
percibirlas y a la necesidad de reproducirlas asegurándoles una visión duradera
y clara, todos sus placeres, todos sus deberes, y hasta su propia vida, de la
que la única razón de ser no es otra cosa que el modo de entrar en contacto con
esas realidades...".
De la
autonomía de la obra y de la personalidad de Juan, podemos inferir la segunda
de sus cualidades, su fuerza, que podía pasar desapercibida para quienes se
dejaban engañar por su aparente fragilidad física. Los que tuvimos la suerte de
frecuentarlo —en la más intensa alegría que, aún en los momentos más graves,
era el clima permanente de nuestros encuentros— no dejábamos de observar, a
pesar de la ecuanimidad exacta de sus juicios, la firmeza de sus convicciones;
también su ingenuidad era aparente —quizás una forma de delicadeza— ya que su
curiosidad constante lo ponían al abrigo de todas las ilusiones que, a lo largo
de casi siete décadas de creación poética, fueron sucesivamente levantándose y
desmoronándose en nuestra escena intelectual como meras fantasmagorías. A los
que se han creído obligados a compadecerlo por su pobreza y por su marginalidad
podemos desde ya devolverles la tranquilidad de conciencia: el lugar en el que
Juan estuviese era siempre el punto central de un universo en el que la
inteligencia y la gracia, a pesar de catástrofes, violencia y decepciones, no
dejaban ni un instante de irradiar su claridad reconciliadora. Esa fuerza se
traducía también en una capacidad de trabajo que sus amigos, en general mucho
más jóvenes que él, cineastas, pintores, escritores, músicos, militantes
políticos y sindicales, distábamos mucho de poseer, y que con los años fue
concentrándose en el ejercicio de una escritura poética en la que aumentaban
sutileza y complejidad. Como pocos casos en nuestra literatura, la última
poesía de Juan es superior a la de sus primeros libros, y su evolución se
produjo en el marco de una coherencia estética que fue afirmándose con el
estudio y la reflexión, en una búsqueda ininterrumpida que va desde 1915 hasta
1982.
El
deseo de conocer cada vez mejor su propio instrumento para utilizarlo con mayor
eficacia, esa disciplina a la que únicamente los grandes artistas se someten,
tenía como objetivo el tratamiento de un tema mayor, del que toda la obra es
una serie de variaciones: el dolor, histórico o metafísico, que perturba la
contemplación y el goce de la belleza que para la poesía de Juan es la
condición primera del mundo. El mal corrompe la presencia radiante de las
cosas y cuando sus causas son históricas sus efectos perturbadores se
multiplican. La lírica de Juan recibe, en ondas constantes de desarmonía, los
sacudimientos que vienen del exterior, y su respuesta es la complejidad
narrativa de sus obras mayores, en las que esos sacudimientos son incorporados
como el reverso oscuro de la contemplación. Y el objeto principal de la
contemplación, lo que engloba la multiplicidad del mundo, es el paisaje.
Se ha
hablado a menudo de la preeminencia del paisaje en la poesía entrerriana, del
paisaje de Entre Ríos como un decorado de por sí apto para su aplicación
poética, sobreentendiendo incluso que su particularidad regional consistiría
justamente en un suplemento de dulzura cuya simple transcripción ya produciría
poesía. Pero aunque Juan conocía y apreciaba la poesía de su provincia, no se
abstenía de repetir a menudo con una risita sarcástica la ocurrencia de Borges,
según la cual, a causa de sus extremos épico-líricos, "la poesía
entrerriana es una mezcla de caramelo y de tigre". Del mismo modo que los
antecedentes de Mastronardi debemos buscarlos en la poesía francesa y no en los
alrededores de Gualeguay podemos decir que el paisaje, que ocupa un lugar tan
eminente en la poesía de Juan, no es la consecuencia de un determinismo
geográfico o regional, sino una proyección de su percepción del mundo y de su
concepción de la poesía. Esa concepción es de índole materialista, no en el
sentido de una noción que se opone al espiritualismo, sino más bien en el de
los "Tres cantos materiales" de Neruda, que no son el resultado de
una polémica estéril con el espiritualismo (palabra que por otra parte merecería,
para saber exactamente lo que quiere decir, ser sometida a una recapitulación
semántica), sino de un deslumbramiento ante la proliferación enigmática de
materia que llamamos mundo. Para la poesía de Juan el paisaje es enigma y
belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, fragmento del cosmos
por el que la palabra avanza sutil y delicada, adivinando en cada rastro o
vestigio, aun en los más diminutos, la gracia misteriosa de la materia.
Me
parece necesario hacer notar que, a partir de 1950, la significación del
trabajo de Juan empieza a hacerse evidente en la poesía argentina ya que son
raros los poetas de las nuevas generaciones que, cualesquiera sean sus propias
tendencias estéticas, no reconozcan en ese trabajo una referencia de primer orden.
Juan ha sido uno de los pocos interlocutores de una generación anterior que, en
razón de la persistencia de sus búsquedas, los poetas más jóvenes podían
considerar como uno de sus contemporáneos. La visita a Juan L a Paraná se
transformó desde mediados de los años 50 en un ritual iniciático de la joven
poesía argentina. Este hecho relativiza su marginalidad y lo pone más bien en
el centro de la actividad poética de los últimos cuarenta años, y puesto que su
inexistencia para la cultura oficial es evidente, deberíamos preguntarnos si
esa inexistencia no es representativa del lugar marginal que ocupa la poesía
en nuestra sociedad, no únicamente en lo relativo al cuadro de honor expuesto
en los paneles de los ministerios y a la distribución de prebendas, sino
también en cuanto al circuito comercial del libro, en el que la expresión
poética debe resignarse a cederle el paso a mercancías literarias de consumo
más inmediato. Por su marginalidad de esas instancias —y sólo de ésas— la obra
de Juan, así como la de Girondo o la de Macedonio Fernández, se vuelve síntoma,
pero también faro y emblema —nudo invicto de labor desinteresada y de una
libertad de pensamiento y de escritura que pone en su lugar, es decir, en el
campo de lo inesencial, con perspicacia soberana, manejos, dividendos y
consignas.
El
aspecto venerable de Juan, sus largos cabellos blancos, su cuerpo estricto y
nudoso, la cortesía superior de sus ademanes y de sus palabras, podía incitar a
quienes lo conocían vagamente a esperar de él los aforismos de un supuesto
maestro, las sentencias de un director de conciencia o la solemnidad estudiada
de un santón —alguno de esos estereotipos que, por su carácter sobado y vacío,
saben manipular con tanta destreza algunos charlatanes y figurones— La
enseñanza de Juan era el propio Juan, la simplicidad de su vida y de sus
relaciones, la conciencia de sus límites y de sus conflictos, su ironía
constante —que podía ser temible, y estoy autorizado a afirmarlo ya que algunas
de mis pretensiones la sufrieron en carne propia— y la aceptación valerosa de
su propio desuno. Jóvenes o viejos, hombres ordinarios o artistas,
celebridades o perfectos desconocidos, todos tenían derecho al mismo trato, a
la misma bonhomía, al "¡Pero cómo le va!" apresurado y franco con que
dejaba su libro y se precipitaba, con sus pasitos afables, hacia el visitante
inesperado que, después de trepar por las barrancas del parque Urquiza, llegaba
a la hora de la siesta a conversar un rato.
Nosotros, sus amigos de Santa Fe, tuvimos la suerte de verlo a menudo. A
veces, era él quien cruzaba el río, con un bolso cargado de libros,
manuscritos, tabaco y anfetaminas —para aumentar su lucidez y su energía y
aprovechar más horas de trabajo— y pronto nos juntábamos en algún lado, en lo
de Hugo Gola, en el motel de Mario Medina, o en mi propia casa de Colastiné,
alrededor de un asado y de un poco de vino, quedándonos a conversar el día
entero, la noche entera, la madrugada. Otras veces, éramos nosotros los que
cruzábamos a Paraná. Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía,
y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y,
al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando a
Juan a través de la ventana de su despacho desde el que, en un banqueta en la
que se sentaba a leer, no necesitaba mas que levantar la cabeza para contemplar
de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca. Si hacía
buen tiempo, nos sentábamos a matear en el jardín o, mejor todavía,
atravesábamos la calle y nos instalábamos en algún rincón del parque, bien
alto, a la sombra si hacía calor y, fumando y conversando, nos demorábamos
hasta el anochecer que iba subiendo por la barranca, el río y las islas. Luego
bajábamos a alguna de las parrillas del puerto y Juan, después de comer, por
tarde que fuese, nos acompañaba hasta la lancha, a la que casi siempre
llegábamos corriendo porque era la última y sólo esperaban que sacáramos los
pasajes y saltáramos a bordo para retirar la planchada. Adormilados de vino y
de fatiga nos balanceábamos con la lancha que se balanceaba en el río de
medianoche, contentos de haber salvado un día —y la vida entera quizás, si
juzgo por la alegría intacta que me visita hoy, casi treinta años más tarde, mientras
escribo estas páginas.
(Prólogo a En el aura del sauce, antología editada por la Universidad Nacional
del Litoral, Santa Fe, 1989)
¡Buena semana poética!