Gabriel García Márquez y
la poesía del Realismo mágico
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Se sabe
que un escritor de prosa que comenzó en su adolescencia escribiendo poemas
tendrá un mejor manejo de las herramientas y recursos expresivos.
Y sabemos
que Gabriel García Márquez no escribió poesía. Sí fue periodista y escritor de
cuentos y novelas magníficas. ¿La excepción que confirma la regla? Tal vez.
Hoy
veremos a García Márquez en su faceta de genial escritor con vuelo poético y para
ello haremos visible que en su prosa anida tanta o más poesía que en un poeta.
¿Cuál es
la razón de este entrecruzamiento y de su enorme plasticidad lírica? Desde ya, la
genialidad de García Márquez. Pero además, el haber tallado en la piedra de la
literatura una de las mejores obras del movimiento conocido como Realismo
mágico o Boom Latinoamericano. A través del realismo mágico, su prosa es
poética. Sin dudarlo, difuminó hasta casi borrarlas las fronteras entre texto y
poesía.
GGM nació
en 1927 en Aracataca, Colombia, y falleció en México DF en 2014. Fue escritor,
novelista, cuentista, guionista, editor y, fundamentalmente, periodista. En
1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Influenciado por el escritor estadounidense William Faulkner
(1897-1962), en cuyas novelas aparecía el imaginario condado de Yoknapatawpha,
en el cual seguramente se inspiró –además de en su amada Aracataca– para crear Macondo.
El Realismo
mágico, el segundo movimiento surgido de la creación de América Latina (el
primero es el Modernismo rubendariano) está plasmado inmanentemente en toda su
obra, y en especial, en su novela más conocida, Cien años de soledad, considerada sin duda una de las más
representativas de este movimiento literario.
En 2007,
la Asociación de Academias de la Lengua Española lanzó una edición especial y
popular conmemorativa de esta novela, por considerarla parte de los grandes
clásicos hispánicos de todos los tiempos.
Los
cuentos de GGM son muy particulares. A partir de 1972 comenzó a llevar un cuaderno
donde volcaba historias, que el azar hizo que lo perdiera y luego reconstruyó
mentalmente. Cien años de soledad comenzó
en el germen de un cuento, titulado Monólogo
de Isabel viendo llover en Macondo.
De manera rápida, veremos las características del Realismo
mágico literario:
1. Mezcla de realidad y fantasía.
2. Los elementos mágicos son percibidos como reales
por los personajes.
3. Los protagonistas se desenvuelven ocasionalmente
en el terreno de lo onírico.
4. Múltiples narradores.
5. Descripción en 1ª, 2ª o 3ª persona.
6. Importancia de la mitología y el factor sorpresa.
7. Importancia de lo sensorial a la hora de percibir
la realidad.
8. Los escenarios son normalmente americanos.
9. Las tramas suelen producirse en entornos pobres y
marginales.
10. El tiempo es distorsionable y los
acontecimientos no suelen sucederse de forma lineal.
En este
link, podrán encontrar además la definición del movimiento:
Prólogo al libro 12
cuentos peregrinos (1992)
Este prólogo
es quizá la mejor clase pública acerca de lo que para GGM es la creación
literaria y se titula:
Por
qué 12, por qué cuentos, por qué peregrinos
Los doce cuentos de este libro fueron escritos en el curso de
los últimos dieciocho años.
Antes de su forma actual, cinco de ellos fueron notas
periodísticas y guiones de cine, y uno fue un serial de televisión. Otro lo
conté hace quince años en una entrevista grabada, y el amigo a quien se lo
conté lo transcribió y lo publicó, y ahora lo he vuelto a escribir a partir de
esa versión. Ha sido una rara experiencia creativa que merece ser explicada,
aunque sea para que los niños que quieren ser escritores cuando sean grandes
sepan desde ahora qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir.
La primera idea se me ocurrió a principios de la década de los
setenta, a propósito de un sueño esclarecedor que tuve después de cinco años de
vivir en Barcelona. Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando
entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta.
Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella
grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América
Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más
tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté
acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que
para mí se había acabado la fiesta. «Eres el único que no puede irse», me dijo.
Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.
No sé por qué, aquel sueño ejemplar lo interpreté como una toma
de conciencia de mi identidad, y pensé que era un buen punto de partida para
escribir sobre las cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en
Europa. Fue un hallazgo alentador, pues había terminado poco antes El Otoño del
Patriarca, que fue mi trabajo más arduo y azaroso, y no encontraba por dónde
seguir.
Durante unos dos años tomé notas de los temas que se me iban
ocurriendo sin decidir todavía qué hacer con ellos. Como no tenía en casa una
libreta de apuntes la noche en que resolví empezar, mis hijos me prestaron un
cuaderno de escuela. Ellos mismos lo llevaban en sus morrales de libros en
nuestros viajes frecuentes por temor de que se perdiera. Llegué a tener sesenta
y cuatro temas anotados con tantos pormenores, que sólo me faltaba escribirlos.
Fue en México, a mi regreso de Barcelona, en 1974, donde se me
hizo claro que este libro no debía ser una novela, como me pareció al
principio, sino una colección de cuentos cortos, basados en hechos
periodísticos pero redimidos de su condición mortal por las astucias de la
poesía. Hasta entonces había escrito tres libros de cuentos. Sin embargo,
ninguno de los tres estaba concebido y resuelto como un todo, sino que cada
cuento era una pieza autónoma y ocasional. De modo que la escritura de los
sesenta y cuatro podía ser una aventura fascinante si lograba escribirlos todos
con un mismo trazo, y con una unidad interna de tono y de estilo que los
hiciera inseparables en la memoria del lector.
Los dos primeros —El
rastro de tu sangre en la nieve y El
verano feliz de la señora Forbes— los escribí en 1976, y los publiqué
enseguida en suplementos literarios de varios países. No me tomé ni un día de
reposo, pero a mitad del tercer cuento, que era por cierto el de mis funerales,
sentí que estaba cansándome más que si fuera una novela. Lo mismo me ocurrió
con el cuarto. Tanto, que no tuve aliento para terminarlos. Ahora sé por qué:
el esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela.
Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono,
estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo
demás es el placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imaginarse,
y si uno no se queda corrigiendo el libro por el resto de la vida es porque el
mismo rigor de fierro que hace falta para empezarlo se impone para terminarlo.
El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no
fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces
es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura.
Alguien que no recuerdo lo dijo bien con una frase de consolación: «Un buen
escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica». Es cierto
que no rompí los borradores y las notas, pero hice algo peor: los eché al
olvido.
Recuerdo haber tenido el cuaderno sobre mi escritorio de México,
náufrago en una borrasca de papeles, hasta 1978. Un día, buscando otra cosa,
caí en la cuenta de que lo había perdido de vista desde hacía tiempo. No me importó. Pero cuando me
convencí de que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No
quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles,
desmontamos la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás de
los libros, y sometimos al servicio y a los amigos a inquisiciones
imperdonables. Ni rastro. La única explicación posible — ¿o plausible?— es que
en algunos de los tantos exterminios de papeles que hago con frecuencia se fue
el cuaderno para el cajón de la basura.
Mi propia reacción me
sorprendió: los temas que había olvidado durante casi cuatro años se me
convirtieron en un asunto de honor. Tratando de recuperarlos a cualquier
precio, en un trabajo tan arduo como escribirlos, logré reconstruir las notas
de treinta. Como el mismo esfuerzo de recordarlos me sirvió de purga, fui
eliminando sin corazón los que me parecieron insalvables, y quedaron dieciocho.
Esta vez me animaba la determinación de seguir escribiéndolos sin pausa, pero
pronto me di cuenta de que les había perdido el entusiasmo. Sin embargo, al
contrario de lo que siempre les había aconsejado a los escritores nuevos, no
los eché a la basura sino que volví a archivarlos. Por si acaso.
Cuando empecé Crónica de una muerte anunciada, en
1979, comprobé que en las pausas entre dos libros perdía el hábito de escribir
y cada vez me resultaba más difícil empezar de nuevo. Por eso, entre octubre de
1980 y marzo de 1984, me impuse la tarea de escribir una nota semanal en
periódicos de diversos países, como disciplina para mantener el brazo caliente.
Entonces se me ocurrió que mi conflicto con los apuntes del cuaderno seguía siendo
un problema de géneros literarios, y que en realidad no debían ser cuentos sino
notas de prensa. Sólo que después de publicar cinco notas tomadas del cuaderno,
volví a cambiar de opinión: eran mejores para el cine. Fue así como se hicieron
cinco películas y un serial de televisión.
Lo que nunca preví fue que
el trabajo de prensa y de cine me cambiaría ciertas ideas sobre los cuentos,
hasta el punto de que al escribirlos ahora en su forma final he tenido que
cuidarme de separar con pinzas mis propias ideas de las que me aportaron los directores
durante la escritura de los guiones. Además, la colaboración simultánea con cinco
creadores diversos me sugirió otro método para escribir los cuentos: empezaba
uno cuando tenía el tiempo libre, lo abandonaba cuando me sentía cansado, o
cuando surgía algún proyecto imprevisto, y luego empezaba otro. En poco más de
un año, seis de los dieciocho temas se fueron al cesto de los papeles, y entre
ellos el de mis funerales, pues nunca logré que fuera una parranda como la del
sueño. Los cuentos restantes, en cambio, parecieron tomar aliento para una
larga vida.
Ellos son los doce de este
libro. En septiembre pasado estaban listos para imprimir después otros dos años
de trabajo intermitente. Y así hubiera terminado su incesante peregrinaje de
ida y vuelta al cajón de la basura, de no haber sido porque a última hora me
mordió una duda final. Puesto que las distintas ciudades de Europa donde
ocurren los cuentos las había descrito de memoria y a distancia, quise
comprobar la fidelidad de mis recuerdos casi veinte años después, y emprendí un
rápido viaje de reconocimiento a Barcelona, Ginebra, Roma y París.
Ninguna de ellas tenía ya
nada que ver con mis recuerdos. Todas, como toda la Europa actual, estaban
enrarecidas por una inversión asombrosa: los recuerdos reales me parecían
fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que
habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la
línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final.
Pues por fin había encontrado
lo que más me hacía falta para terminar el libro, y que sólo podía dármelo el transcurso
de los años: una perspectiva en el tiempo.
A mi regreso de aquel viaje
venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses
febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde
empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera
cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces
tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que
es quizás el estado humano que más se parece a la levitación. Además,
trabajando todos los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena
libertad, conseguí una visión panorámica que me salvó del cansancio de los
comienzos sucesivos, y me ayudó a cazar redundancias ociosas y contradicciones
mortales. Creo haber logrado así el libro de cuentos más próximo al que siempre
quise escribir. Aquí está, listo para ser llevado a la mesa después de tanto
andar del timbo al tambo peleando para sobrevivir a las perversidades de la
incertidumbre. Todos los cuentos, salvo los dos primeros, fueron terminados al
mismo tiempo, y cada uno lleva la fecha en que lo empecé. El orden en que están
en esta edición es el que tenían en el cuaderno de notas.
Siempre he creído que toda
versión de un cuento es mejor que la anterior. ¿Corno saber entonces cuál debe
ser la última? Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la
inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuándo
está la sopa. De todos modos, por las dudas, no volveré a leerlos, como nunca
he vuelto a leer ninguno de mis libros por temor de arrepentirme. El que los
lea sabrá qué hacer con ellos. Por fortuna, para estos doce cuentos peregrinos
terminar en el cesto de los papeles debe ser como el alivio de volver a casa.
Gabriel
García Márquez
Cartagena de Indias, abril,
1992
Leemos ahora
del libro de cuentos completos de GGM este Monólogo…,
que tiene en él in nuce la totalidad
de la novela Cien años de soledad.
Allí veremos la persistente utilización del recurso de aliteración del sonido “sh”
que evoca la lluvia. Y desde el título, el uso del gerundio como tiempo
durativo.
Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo
El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La
noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se
pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres
tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento
espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura
yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde
antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa
sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una
mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la
polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que
aleteó a una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi
madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegre de que la lluvia
revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete
meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación
de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se
confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre
dijo a la hora de almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas
aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi
madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó
con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano,
silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba
despierto.
Llovió
durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se
oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo
advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros
sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el
vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían
sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi
madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de
mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa,
parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las
macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi
madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día
anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí
—dije—. Será mejor que los guajiros las pongan en el corredor mientras
escampa”. Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como árbol inmenso sobre
los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del domingo,
pero no habló de la lluvia. Dijo: “Debe ser que anoche dormí mal, porque me he
amanecido doliendo el espinazo”. Y estuvo allí, sentado contra el pasamano, con
los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el jardín vacío. Solo al atardecer,
después que se negó a almorzar dijo: “Es como si no fuera a escampar nunca”. Y
yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas
y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con la ropa
pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de
la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la madera
ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el
jazminero contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado
en el mecedor, recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos
tristes, perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de
agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido milenario
que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me
sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.
Llovió
durante todo el lunes, como el domingo. Pero entonces parecía como si estuviera
lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón. Al
atardecer dijo una voz junto a mi asiento: “Es aburridora esta lluvia”. Sin que
me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba hablando en
el asiento del lado, con la misma expresión fría y pasmada que no había variado
ni siquiera después de esa sombría madrugada de diciembre en que empezó a ser
mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde entonces. Ahora yo iba a tener
un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado, diciendo que le aburría la lluvia.
“Aburridora no —dije. Lo que me parece es demasiado triste es el jardín vacío y
esos pobre árboles que no pueden quitarse del patio”. Entonces me volvía
mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz que me decía: “Por lo
visto no piensa escampar nunca”, y cuando miré hacia la voz, sólo encontré la
silla vacía.
El
martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su
inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza
doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y
ladrillos, Pero la vaca permaneció imperturbable en el jardín, dura,
inviolables, todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza
humillada por la lluvia. Los guajiros la acostaron hasta cuando la paciente
tolerancia de mi padre vino en defensa suya: “Déjenla tranquila —dijo—. Ella se
irá como vino”.
Al
atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortajada en el corazón.
El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en una humedad caliente;
era una temperatura de escalofrío. Los pies sudaban dentro de los zapatos, No
se sabía qué era más desagradable, si la piel al descubierto o el contacto con
la ropa en la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el
corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como el primer día. Ya no la
sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en
un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo sabor con que
se despierta después de haber soñado con una persona desconocida. Yo sabía que
era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas
que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples,
entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de
la lluvia yo oía la cancioncilla de las mellizas ciega y las imaginaba en su
casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar.
Aquel día no llegarían las mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la
pordiosera estaría en el corredor después de la siesta, pidiendo como todos los
martes, la eterna ramita de toronjil.
Ese
día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora de la
siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero en realidad no
comíamos desde el atardecer del lunes y creo que desde entonces dejamos de
pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, entregados al
derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Solo la
vaca se movió en la tarde- De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y
las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil
durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se
lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición
bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces
dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico
las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se
rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna
ceremonia de total derrumbamiento. “Hasta ahí llegó”, dijo alguien a mis
espaldas. Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los martes
que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de toronjil. Tal vez el
miércoles me habría acostumbrado a ese ambiente sobrecogedor si al llegar a la
sala no hubiera encontrado la mesa recostada contra la pared, los muebles
amontonados encima de ella, y del otro lado, en un parapeto improvisado durante
la noche, los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El espectáculo
me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había sucedido durante la
noche. La casa estaba en desorden; los guajiros, sin camisa y descalzos, con
los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los muebles al
comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que
trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y
humillante inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin
voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y
líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecunda por la repugnante flora de la
humedad y de las tinieblas. Yo estaba en la sala contemplando el desierto
espectáculo de los muebles amontonados cuando oí la voz de mi madrastra en el
cuarto advirtiéndome que podía contraer una pulmonía. Solo entonces caí en la
cuenta de que el agua me daba en los tobillos, de que la casa estaba inundada,
cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.
Al
mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de las tres de la
tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y enfermiza, con el mismo
lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el patio. Fue un crepúsculo
prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros,
que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendido e impotente ante
el disturbio de la naturaleza. Entonces fue cuando empezaron a llegar noticias
de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaban, precisas,
individualizadas, como conducidas por el barro líquido que corría por las
calles y arrastraba objetos domésticos, cosas y cosas, destrozos de una remota
catástrofe, escombros y animales muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando
todavía la lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos
días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como
empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se supo entonces que
la iglesia estaba inundada y se esperaba su derrumbamiento. Alguien que no
tenía por qué saberlo, dijo esa noche: “El tren no puede pasar el puente desde
el lunes. Parece que el río se llevó los rieles”. Y se supo que una mujer
enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde
flotando en el patio.
Aterrorizada,
poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas
encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios
pensamientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en
alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo misma
participaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún
mantenía la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del
corredor. “Ahora tenemos que rezar”, dijo. Y yo vi su rostro seco y agrietado,
como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada en una
substancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la
mano, diciendo: “Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los
pobrecitos muertos están flotando en el cementerio”. Tal vez había dormido un
poco esa noche cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y penetrante como
el de los cuerpos en descomposición. Sacudía con fuerza a Martín, que roncaba a
mi lado. “¿No lo sientes?”, le dije. Y él dijo “¿Qué?” Y yo dije: “El olor.
Deben ser los muertos que están flotando por las calles”. Yo me sentía
aterrorizada por aquella idea, pero Martín se volteó contra la pared y dijo con
la voz ronca y dormida: “Son cosas tuyas. Las mujeres embarazadas siempre están
con imaginaciones”.
Al
amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias.
La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por
completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía ser lo fue una cosa física y
gelatinosa que había podido apartarse con las manos para asomarse al viernes. Allí
no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran cuerpos
adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno. Mi padre me
dijo: “No se mueva de aquí hasta cuando no le diga lo que se hace”, y su voz
era lejana e indirecta y no parecía percibirse con los oídos sino con el tacto,
que era el único sentido que permanecía en actividad.
Pero
mi padre no volvió: se extravió en el tiempo. Así que cuando llegó la noche
llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara al dormitorio. Tuve un
sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda la noche- Al día
siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan
pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me
indicaba que todavía una zona de mi consciencia no había despertado por
completo. Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren
fugándose de la tormenta. “Debe haber escampado en alguna parte”, pensé, y una
voz a mis espaldas pareció responder a mi pensamiento: “Dónde...”, dijo. “¿Quién
está ahí?”, dije yo, mirando. Y vi a mi madrastra con un brazo largo y
escuálido extendido hacia la pared. “Soy yo”, dijo Y yo le dije: “¿Los oyes?” Y
ella dijo que sí, que tal vez habría escampado en los alrededores y habían
reparado las líneas. Luego me entregó una bandeja con el desayuno humeante.
Aquello olía a salsa de ajo y manteca hervida. Era un plato de sopa.
Desconcertada le pregunté a mi madrastra por la hora. Y ella, calmadamente, con
una voz que sabía a postrada resignación, dijo: “Deben ser las dos y media, más
o menos. El tren no lleva retraso después de todo”. Yo dije: “¡Las dos y media!
¡Cómo hice para dormir tanto!” Y ella dijo: “No has dormido mucho. A lo sumo
serían las tres”. Y yo, temblando, sintiendo resbalar el plato entre mis manos:
“Las dos y media del viernes...”, dije. Y ella, monstruosamente tranquila: “Las
dos y media del jueves, hija. Todavía las dos y media del jueves”.
No
sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos
perdieron su valor. Solo sé que después de muchas horas incontables oí una voz
en la pieza vecina. Una voz que decía: “Ahora puedes rodar la cama para ese
lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente.
Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida antes de
darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el
vacío inmenso, Sentí el trepidante y violento silencio de la casa, la
inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas. Y súbitamente sentí el
corazón convertido en una piedra helada. “estoy muerta —pensé—. Dios. Estoy
muerta”. Di un salto de la cama. Grite: “¡Ada, Ada!” La voz desabrida de Martín
me respondió desde el otro lado: “No pueden oírte porque ya están fuera”. Solo
entonces me di cuenta de que había escampado y de que en torno a nosotros se
extendía un silencio, una tranquilidad, una beatitud misteriosa y profunda, un
estado perfecto que debía ser muy parecido a la muerte. Después se oyeron
pisadas en el corredor. Se oyó una voz clara y completamente viva. Luego un
vientecito fresco sacudió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura, y un
cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profundamente en la
alberca del patio. Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona
invisible que sonreía en la oscuridad.
“Dios mío —pensé entonces, confundida por el trastorno del
tiempo—. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del
domingo pasado”.
Por último,
veremos un bello cuento, representante absoluto del Realismo mágico y pletórico
de metáforas, imágenes y sinestesias.
Un
señor muy viejo con unas alas enormes
Al tercer día de lluvia
habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar
su patio anegado para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia.
El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa
de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de
lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz
era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de
haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se
quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era
un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus
grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella
pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole
compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un
trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y
muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo
había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y
medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo
observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy
pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron
a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una voz
de navegante.
Fue así como pasaron por
alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un
náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin
embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de
la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
—Es un ángel —les dijo—.
Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la
lluvia.
Al día siguiente todo el
mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso.
Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido
corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la
cocina, armado con su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a
rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alambrado. A
media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer.
Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con
agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en alta mar.
Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el
vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y
echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una
criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó
antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho
toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples
pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero,
suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas
las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental
para implantar en la Tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se
hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había
sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un instante su
catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca
aquel varón de lástima que más bien parecía una enorme gallina decrépita entre
las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas
extendidas, entre las cáscaras de frutas y las sobras de desayunos que le
habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si
levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre
Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco
tuvo la primera sospecha de su impostura al comprobar que no entendía la lengua
de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca
resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés
de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por
vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la
egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve
sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de
recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que
si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre
un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los
ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste
escribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice,
de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en
corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez,
que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron
que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a
punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer
basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco
centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de
la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso
porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca
de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña
estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un
jamaiquino que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas,
un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había
hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad.
En medio de aquel desorden
de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios,
y todavía la fila de peregrinos que esperaban turno para entrar llegaba hasta
el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que
no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas
de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al
principio trataron que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la
sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero
él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le
llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que
terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud
sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos,
cuando lo picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que porfiaban
en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus
defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando que se levantara
para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando
le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas
horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de
aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y
un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que
su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de
no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un
héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se
enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración
doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del
cautivo.
Pero el correo de Roma
había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el
convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si
podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente
un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta
el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto
término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días,
entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al
pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer
a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver
al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda
condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en
duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero
y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su
figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores
de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres
para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado
toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y
por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su
único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas
quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad
humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de
un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los
escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden
mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres
dientes nuevos, y del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de
ganarse la lotería, y la del leproso a quien le nacieron girasoles en las
heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían
entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando
la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga
se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan
solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban
por los dormitorios.
Los dueños de la casa no
tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de
dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se
metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas
para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de
alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y
muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas
en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció
atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de
mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia
de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja
la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron que
no estuviera muy cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor
y acostumbrándose a la peste, y antes que el niño mudara los dientes se había
metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a
pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los
mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de
perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico
que atendió al niño no resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró
tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció
posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica
de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano,
que no podía entenderse por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la
escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el
gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo
sin sueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban
en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a
pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la
exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en
aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario
se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no
le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó
encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo
entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirando en
trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las pocas veces en que se
alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia
había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo
sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor en los primeros soles. Se
quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera,
y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes
y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de
la decrepitud.
Pero él debía conocer la
razón de esos cambios, porque se cuidaba muy bien para que nadie los notara, y
para que nadie oyera las canciones de navegante que a veces cantaba bajo las
estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el
almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina.
Entonces se asomó a la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras
tentativas de vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado
en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos
aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire.
Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por
él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de
cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta
cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era
posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida,
sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Para la
semana próxima, les dejo como tarea la creación de un cuento fantástico.
¡Buena semana poética!
Belisima clase profa Sandra Pien! Enhorabuena! Congratulaciones.
ResponderBorrarMuchas gracias, Salomão. Te envío un saludo afectuoso.
BorrarEjercicio sobre realismo mágico
ResponderBorrarLa visita
Esa noche volví a casa agotado, entré y me dejé caer en un sillón del living. Mi mirada, cansada, recorrió la habitación. Hasta que se detuvo en un hilo de luz, que bordeaba la puerta de la cocina.
Primero pensé que había dejado la luz prendida, pero luego, percibí los ruidos. El corazón se me detuvo por un segundo y una oleada de adrenalina vino a llenar ese vacío.
Una parte de mi mente quería salir corriendo de casa pero otra, más persistente, me llevó a la puerta de la cocina.
Empujé la trémula puerta muy despacio, hasta que quedó completamente abierta.
De espaldas a mí, una mujer, de mediana altura, regordeta y canosa estaba atareada en la cocina, haciendo algo que yo no podía ver.
-Hola- atiné a decir con un hilo de voz.
-Hola, Marquitos-, me contestó la mujer, al mismo tiempo que se daba vuelta, secándose las manos con un repasador.
-Qué hacés acá?- Le dije sorprendido.
-Cocinando- me contestó mi abuela Ana, -¿no ves?-
Hace mucho que no la veía. Me puse a hacer memoria y recordé que la última vez que la había visto fue en su velorio, hacía más de 10 años.
-No tenés casi nada de comida en tu casa, apenas encontré un kilo de harina, algunos huevos y papas, así que te estoy preparando ñoquis. No irías a comprar manteca?
-No hay problema-, le dije,-voy y vengo en 5 minutos!-
Por nada del mundo me iba a perder los ñoquis de mi abuela. Le dí un beso y salí para el almacén.
Estaba bastante asombrado del encuentro, hasta se me habían borrado las preocupaciones laborales, pero lo que más me llamaba la atención es que no me llamaba la atención que mi abuela muerta estuviera en mi cocina, cocinándome ñoquis. Y tenía la cara calentita, no como mi papá, que a dos horas de muerto ya estaba helado como una estatua. Llamé por teléfono a mi novia para invitarla a comer ñoquis con nosotros.
-No serán comprados-, preguntó.
-Quedate tranquila, son bien caseritos-.
Cuando llegué ya los tenía en la espumadera, puso un trozo de manteca y los devolvió a la olla. Rallamos queso, pusimos la mesa y servimos los platos. En ese momento llegó Andrea, mi novia. Se sorprendió un poco cuando le presenté a mi abuela, y me dirigió una mirada entre desconfiada e interrogativa, pero al rato, estaban charlando como viejas conocidas.
Me pareció una ocasión festiva, así que saqué una botella de vino que había comprado en oferta en el supermercado. Los ñoquis estaban excelentes.
Mi abuela se puso al día con los chismes de la familia, la situación del país y del mundo. Y ambas se divirtieron a mis expensas con las anécdotas de mi infancia que ella, divertida contaba y exageraba.
Se quedó intrigada con los celulares, porque no parábamos de consultarlos a cada rato. Nos sacamos varias fotos y las mandamos a mis hermanos, primos y demás miembros de mi lista de Whatsapp.
Después de una larga sobremesa, lavar los platos y ordenar la cocina, mi abuela tomó su abrigo y su cartera para irse. Insistió mucho en irse sola, y, pensándolo bien, no me imagino a dónde la hubiera podido llevar. Quedaron muchas preguntas por hacerle, pero nos prometió que nos iba a visitar más seguido. “Tené la heladera un poco más llena, nene”, me dijo, antes de salir.